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Ver día anteriorDomingo 9 de diciembre de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Los vencidos: ¿restreno?
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o sobra volver a citar a Dilma Rousseff, la presidenta de Brasil: La experiencia demuestra que cuando la austeridad es exagerada, se derrota a sí misma. Expresado en el mero Madrid, en un foro organizado por El País y el diario brasileño Valor Económico, el discurso buscaba transmitir una experiencia rica en expiaciones y errores catastróficos, que trajo a América Latina casi dos décadas de estancamiento con alta o muy alta inflación, lo cual puso a la región al borde de un laberinto de desgaste histórico mayúsculo.

En esta dolorosa coyuntura, se conjugaron el empobrecimiento masivo y la pérdida sostenida de expectativas y capacidades productivas; entre otras, la capacidad de inventar el futuro con un desarrollo digno de tal nombre.

El de la austeridad y el crecimiento es un falso dilema, postuló la rigurosa política brasileña. Las medidas de disciplina presupuestaria y de dinamización deben aplicarse en forma articulada, añadió, invirtiendo en infraestructura y estimulando la inversión privada y, a la vez, luchando sistemáticamente contra la pobreza y en busca de plataformas de igualdad que por décadas se dejó de lado, so capa de la estabilización a ultranza, el pago de la deuda externa y aun el estímulo a la acumulación de capital con el autolimitativo enfoque del goteo.

Nosotros también tenemos una historia que contar y recordar a este respecto. La política económica destinada a darle sentido a la austeridad para pagar la deuda fue una política de desperdicio, como la calificaran Vladimir Brailovski y Nathan Warman en su momento. No logró lo que buscaba, pero sí sumió a la economía en una trayectoria de lento crecimiento y a la sociedad la puso de nuevo, como en el inicio de los tiempos republicanos, de frente a la penuria relativa y en casos absoluta, con la consiguiente erosión de expectativas y ganas de arriesgar y apostar por el crecimiento a través de la inversión productiva.

El país entró en un marasmo casi inédito y el costo de ser bien portados con la alta finanza internacional y sus fieles servidores en el FMI fue estimado por el Banco Mundial como superior al sacrificio que se le impuso a Alemania después de su derrota en la Primera Guerra Mundial. No sobrevino el nazismo, pero las ya cuarteadas estructuras de la dominación autoritaria dieron paso a más de una ilusión regresiva.

En lugar de lo anterior, sin embargo, vino el cisma priísta encabezado por Cuauhtémoc Cárdenas y la democracia se reclamó con fuerza y ruido. Junto con ello, desde los desvanes de un Estado cada día más desgastado surgió la gran promesa de un cambio modernizador hacia la pronta globalización y normalización capitalista de México.

El discurso neoliberal fue recibido por las elites del dinero y la opinión con un extraño sentido de pertenencia, como alguna vez dijera el economista colombiano José Antonio Ocampo refiriéndose al conjunto latinoamericano. Por su parte, la vieja coalición nacional popular se desgajaba y la izquierda organizada en partido político registraba los primeros grandes extravíos del desplome del socialismo real y la reconstrucción capitalista en el mero corazón de aquel mundo que quiso presentarse como alternativa histórica y acabó en estruendosa y colectiva histeria.

En México se incurrió en una austeridad exagerada y, a pesar de la revolución neoliberal y sus fuegos fatuos de la euforia globalista, hoy se puede confirmar que se autoderrotó a sí misma, en los términos de Dilma. No se recuperó la senda del crecimiento anterior y la austeridad más bien se volvió pobreza encanijada en el campo y las ciudades, mientras que la desigualdad se afirmó como indeleble marca histórica.

La democracia como pluralismo electoral y representativo no ha querido o podido tomar nota de este drama al borde de la tragedia que carcome los tejidos primordiales del intercambio democrático y el presente se vuelve un continuo amargo y sin alternativas. País poblado de jóvenes, su Estado no se atreve a darle a esa juventud un horizonte de riesgo, aventura y seguridad para acometer de nuevo la gesta desarrollista.

Un astuto y bien educado hacendario podrá replicar que aquí la austeridad dejó de ser exagerada y apelar al juicio aprobatorio que en estos días de jolgorio por la llamada segunda alternancia han expresado urbi et orbi los grandes medios del periodismo financiero internacional. Lo que hay, se reiterará, es un equilibrio fiscal que ha traído estabilidad y abierto la puerta a un crecimiento más alentador. Que, a pesar de todo, sin embargo se mueve.

Nuestro debate económico se ha significado por su opacidad, pero quizá llegó el momento de buscar la precisión y los detalles –donde anida el diablo–, para encontrar no un imposible punto medio sino el hilo de Ariadna que nos saque de este laberinto sofocante. La austeridad, como la entendieron en la Secretaría de Hacienda, y desde ahí el resto de los grupos gobernantes, pudo no haber sido exagerada pero nos dejó con enorme huecos en la infraestructura básica, física y social, maniató el crecimiento, y al autoengañarse y verse como alternativa única y tratar de emular a la señora Thatcher (“There is no alternative”: Tina), desembocó en un estancamiento estabilizador que de no romperse pronto nos condenará a una trampa de crecimiento mediocre y lento que se aferrará como cultura y práctica social, en un equilibrio malo y autodestructivo.

El Pacto por México no puede fincarse en un ocultamiento de realidades y perspectivas como las reseñadas. Pero su promotor principal, el presidente Peña Nieto, lo ha hecho al proponer, junto con los temas de fondo en que descansa el acuerdo, el criterio de déficit cero como faro de sus finanzas públicas y su estrategia de desarrollo.

Lo de la responsabilidad hacendaria entendida como déficit cero fue una superchería importada de viejas y nefastas invenciones de los republicanos gringos más extremistas. En realidad, arroparse en ella puede devenir su contrario: una irresponsabilidad mayor si se traduce, sin fecha de término, en un presupuesto cuyo equilibrio depende de someter el gasto a criterios de estabilidad de corto plazo, y la expansión económica a jaculatorias estabilizadoras que congelan el crédito y aplanan proyectos y planes de inversión.

Peor aún si para lograr esta pírrica victoria financiera se mantiene con la rienda corta a la educación superior, la investigación científica y la ampliación efectiva, sin placebos como el del Seguro Popular, de la oferta de salud pública universal. Entonces sí que tendríamos que rescribir la visión de los vencidos… pero por propia mano.