15 de diciembre de 2012     Número 63

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

De Texcatepec al Bronx

Los nhú de la huasteca veracruzana

Los indígenas de las comunidades otomíes, tepehuas y nahuas de la sierra norte de Veracruz e Hidalgo empezaron a caminar hace 18 años, sobre las huellas de mixtecos y zapotecos, los primeros en descubrir la isla de Manhattan. Antes nadie conocía más allá de San Juan de los Lagos, donde algunos viajaban en grupo el 2 de febrero a visitar a la Sanjuanita.
Alfredo Zepeda. Indígenas de la Sierra Madre Oriental en viaje a Nueva York

Chambean en el “deliberi” y en el “carwash”. Hace apenas dieciocho años que empezaron a llegar a Nueva York y casi todos viven en el Bronx, arracimados en departamentitos en los que se acomodan de a cinco o seis. Son los nhú de Texcatepec, municipio de la Huasteca veracruzana.

Los nian nhú, o hablantes de nhú, llamados otomites por los aztecas, habitan de antiguo en esta región de la Sierra Madre Oriental. Poblamiento que amaciza después de la Revolución de 1910 a resultas de resoluciones agrarias como el Decreto de Restitución de Bienes Comunales que emite en 1934 el presidente Abelardo Rodríguez, reconociéndoles lo que eran los codueñazgos de Pericón, Benito Juárez, Amaxac y Papatlac.

Sin embargo, el decreto no se ejecuta y progresivamente grupos caciquiles mestizos se van apropiando de los terrenos y enchiquerando a los indígenas en unos cuantos poblados. La desposesión va acompañada del saqueo forestal de especies como cedro, encino, primavera y frijolillo. Rico bosque subtropical y tropical que es talado por los propios campesinos, pero por cuenta de los roba-tierras, pues después de hacer milpa un par de años las áreas desmontadas quedan como potrero para las vacas de sus amos. Así el arrasamiento social se entrevera con el ambiental y hoy no restan en los cerros más que pequeños manchones arbolados, ralo testimonio de lo que fue la vegetación original.

Reducidos a una servidumbre que parecía esclavitud, los indígenas cuidaban los hatos y edificaban las grandes casas de piedra de sus amos. “En el tiempo de los caciques andábamos descalzos y vestidos con harapos
–me cuentan–. Trabajábamos de sol a sol y nos pagaban con maíz. En ese entonces no teníamos defensa y nos maltrataban sin que nadie pudiera hacer nada”. Y es que en una zona aislada y de topografía extremosa a la que se llegaba caminando o a lomo de mula, las arbitrariedades del cacicazgo no sólo quedaban impunes sino que fuera de la región eran ignoradas. El peor de todos los explotadores era Luis Mendoza, un hombre capaz de matar para acrecentar sus dominios.

Hace 30 años, a principios de los años 80’s del pasado siglo, un crimen particularmente brutal, el cruel asesinato de toda una familia, colma la paciencia de los nhú. Refugiados en la cabecera del vecino municipio de Huayacocotla, para escapar de la furia caciquil, los escarnecidos otomíes encuentran en esta población mestiza el respaldo de un grupo de jesuitas. Gente de buena fe, que por entonces operaba una radio comunitaria e impulsaba con los ejidos un proyecto silvícola colectivo, pero que poco sabía de la urticante realidad de las zonas indígenas colindantes.

Con su respaldo, en 1983 los nhú integran una combativa organización, el Comité de Defensa Campesino, y emprenden una batalla sociopolítica y jurídica contra las arbitrariedades de los roba-tierras. Combate exitoso por el que en 1986 el cacique mayor, Luis Mendoza, va a parar a la cárcel.

Más tarde, a principios de los 90’s, el gobernador Dante Delgado compra una parte de los terrenos acaparados, deja otros en pequeñas propiedades de 20 hectáreas, y ejecuta la vieja Resolución Presidencial. De esta manera los nhú emprenden la recuperación física de las tierras usurpadas, en un prolongado proceso de regularización que 20 años después todavía no termina. Aunque hoy los problemas de linderos son entre las propias comunidades y entre vecinos y ya no con grandes terratenientes.

Convertidas en potreros por los caciques, las tierras recuperadas tienen que reocuparse, y desde 1994 se introduce ganado suizo y cebú para manejo colectivo. El emprendimiento agropecuario se mantiene hasta fines de la década, pero finalmente es desertado por la mayoría de los beneficiarios porque, debido a los bajos precios que los compradores pagan por el becerro, el negocio no es rentable. Y también por que los otomíes de Texcatepec no tienen una cultura ganadera. Hoy las vacas que quedan son patrimonio familiar en hatos pequeños que funcionan como ahorro.

Así las cosas, la ocupación se hace con milpas; una agricultura autoconsuntiva basada en el ancestral sistema de roza-tumba-quema, y de carácter itinerante, pues por lo general las parcelas se cultivan tres años y luego se dejan en descanso. Las tierras son muy quebradas y no admiten arado, de modo que las siembras se establecen con la coa y al piquete.

Una familia promedio siembra una hectárea y media de milpa, con lo que el grano le alcanza para el autoconsumo de todo el año, además de que se ayuda con el maíz de tonamil, auque éste no siempre se da pues depende de los ciclones y es afectado por el frío. Es habitual que con el maíz se entrevere algo de frijol, tomatillo, calabaza, melón, yuca, camote, chile, pápaloquelite… y que se haga rotación de cultivos estableciendo frijol o cacahuate en tierras previamente sembradas de maíz, con lo que las leguminosas restablecen parte del nitrógeno que el cereal requiere. Por lo general, la familia dispone de un huerto con frutales: plátano y mango, así como café, y es también frecuente que cuente con un pequeño potrero y unas cuantas cabezas de ganado mayor, además de un traspatio con gallinas y puercos. No es extraño que se tenga igualmente un pequeño manchón arbolado del que se recoge leña; del que se obtiene la madera necesaria cuando hay que hacer casa, y donde, si se es afortunado, un módico manantial surte de agua a la o las familias.

Los nhú de Texcatepec tienen muchas carencias, pero a diferencia de los indios y campesinos de otras regiones, donde en las décadas recientes las cosas han ido de mal en peor, para ellos la vida ha mejorado: se deshicieron de una cruel cacicazgo, recuperaron las tierras ancestrales en las que hoy producen por su cuenta y riesgo lo suficiente para comer, entró la luz eléctrica y se hicieron puentes y brechas de terracería que atenúan el aislamiento. Además están organizados, se sienten orgullosos de ser otomíes y en las escuelas se empieza a enseñar la lengua.

Sin embargo, la producción de autoconsumo no basta: los zapatos no se dan en milpa y no se cosechan cuadernos en el traspatio. Para ciertas cosas se necesita dinero y en el arranque de los 90’s del pasado siglo las pocas actividades comerciales de la región estaban en decadencia: desde 1989 el café no tenía precio, la cotización de la carne iba para abajo y la naranja huasteca no podía competir con los cítricos de Florida. Por otra parte los recursos públicos destinados a la producción eran escasos y se gastaban mal, dejando tras de sí un reguero de proyectos fracasados, mientras que los programas de subsidio: Oportunidades, Procampo, Progan… no alcanzaban para nada.

Y los nhú comenzaron a migrar en busca de empleos. En tiempo de los caciques unos cuantos bajaban por ratos a las ciudades donde trabajaban en la construcción y a fuerza de malpasarse ahorraban para comprar algo de ropa. Pero ahora se fueron más lejos. En los años 90’s cruzaron la frontera y llegaron hasta Nueva York, donde con el tiempo fueron estableciendo las redes de protección que facilitan la llegada de más transterrados.

De un tiempo a esta parte, en Pericón, que es un módico caserío, el teléfono de larga distancia es asunto de primera necesidad. Por Todos los Santos, cuando estuve ahí disfrutando de su generosidad, sus tamales y su pan de muerto frente a suntuosas ofrendas iluminadas por radiantes marcos de zempoalxochitl, acababan de estrenar caseta nueva con dos cabinas privadas y un sistema que imprime automáticamente el costo de la llamada. La llamada del Nueva York. ¿De dónde más?

Así los nhú de Texcatepec comenzaron a dividirse entre Pericón, Amaxac, Benito Juárez y Papatlac, en la Huasteca, y el Bronx neoyorkino. Al principio el plan era trabajar en Estados Unidos dos o tres años –me cuenta el Fleis Zepeda que acaba de regresar de un Manhattan anegado–, ahorrar lo más posible y devolverse al terruño con algo de dinero que se invertiría en patrimonio familiar, por ejemplo en la compra de algunas vacas. Pero con el tiempo se fueron prolongando las estancias, que hoy son en promedio de siete años. Y algunos ya están pensando en quedarse…

Los nhú de Texcatepec se impusieron a la adversidad de ser indios en un país donde mandaban primero los criollos y después los mestizos, soportaron a los caciques y finalmente se alzaron y los derrotaron, recuperaron las tierras que les habían robado y hoy las trabajan con una agricultura que les da para comer… ¿Serán capaces de sobrevivir al solvente social en que puede convertirse la migración remota?

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