Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 16 de diciembre de 2012 Num: 928

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Martha Nussbaum y
la fragilidad del bien

María Bárcena

Combate
Leandro Arellano

Para leer a
William Ospina

José María Espinasa

Luis Rafael y La
guaracha del
Macho Camacho

Ricardo Bada

Faulkner cincuenta
años después

Carlos María Domínguez

Propuestas sencillas
Jaime Labastida

Leer

Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
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La Jornada Virtual
Naief Yehya
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Artes Visuales
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Hugo Gutiérrez Vega

Carlos Helguera, un naranjo y un jazminero


Carlos Helguera trabajando

Un buen día, el ingeniero Carlos Helguera, violista y escultor, juntó sus bártulos y los enseres de su pequeña fábrica, dejó la Ciudad de México y fue a instalarse en la casa familiar en la que siempre tuvo puesto un pie y la mayor parte del alma y de la emoción de vivir. La hermosa casa es una de las más antiguas de Lagos de Moreno, la ciudad alteña que tantos y tan buenos artistas ha dado al país.

Carlos atendía los trabajos de su fábrica, pero casi todo su tiempo y sobre todo su entusiasmo vital, lo ocupaban la música, la escultura y la promoción cultural. Formó con sus hermanos un cuartero de cuerdas y, cuando iban a la casa familiar, pasaban largas horas haciendo música por el solo placer de hacerla. Carlos se afanaba para perfeccionar su estilo y, según me decía con su profunda y hermosa humildad, aprendía las lecciones de su hermano Guillermo, que fue primer violonchelo de la Sinfónica Nacional. Los otros hermanos eran también músicos notables. Por las tardes se escuchaba la viola de Carlos. Su música recorría los pasillos y se hermanaba con el viejo pozo del patio principal y con las plantas que son los signos de identidad y el aroma distintivo de la casa de los Helguera Soiné. Todavía llevo en la memoria de mis oídos el intenso cuarteto de Borodin que tanto nos gustaba. Recuerdo que festejábamos la maestría del compositor ruso en materia de orquestación y su inmensa calidad de melodista. Por eso muchos compositores estadunidenses entraron a saco en las melodías de El príncipe Igor y del cuarteto y, con ese caudal, construyeron hermosas canciones que muy pronto se hicieron populares.

Piensen mis lectores en el patio de una casa laguense construida a fines del siglo XVII, en el viejo pozo, en el robusto naranjo y en el pródigo jazminero; escuchen la voz del cuarteto de Borodin y vean, en el estudio que se encuentra en el segundo patio, las esculturas del artista laguense: varios bustos de personajes locales y un caballo en reposo y mostrando su prodigiosa musculatura, obra que le llevó a Carlos años y más años, pues era un perfeccionista que tenía al tiempo de su lado. Su mejor obra se encuentra en la calle cerrada que lleva a la Presidencia Municipal de Lagos. Se trata de una pequeña escultura sedente del prodigioso poeta Francisco González León. Es pequeña por la sencilla razón de que así debe ser, de que así lo exige la humildad del poeta, manifiesta en el final de uno de sus poemas: “la vida es enigmática y artera, y mi emoción es tan pequeña que...”

Carlos se ha ido. Era medianoche cuando el destino le señaló que debía dar el último suspiro. Su casa está en silencio. Sólo se escuchan los aromas del naranjo y el jazminero y las memorias de sus hijos y de sus amigos. Agreguemos el cuarteto de Borodin y la luna sobre la sierra de Comanja, y digamos adiós al artista, al amigo, al hombre bueno.

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