Opinión
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l clivaje de lo político.- Humberto Moreira, antiguo presidente del Partido Revolucionario Institucional, ha declarado que llevará al Tribunal Internacional de La Haya el caso de Felipe Calderón. A saber, sería el tercer intento de promover un juicio contra el ex mandatario ante una de las instancias máximas europeas dedicadas a juzgar crímenes de guerra y genocidios.

La diferencia con los otros intentos es que Moreira fue –y acaso sigue siendo– un personaje significativo en (y para) el actual grupo gobernante. En rigor, se trata de una de las pocas figuras en el seno del PRI que darían en principio carta de legitimidad a una acusación de tan graves consecuencias. El hijo de Moreira fue abatido por el crimen organizado en otro más de los asesinatos que involucraron (como cómplices) a miembros del orden público. Y hasta la fecha, los esfuerzos por esclarecer la cadena de responsabilidades en el hecho se han estancado en el marasmo de los tribunales. La demanda de Moreira ante La Haya aparecería así no como un acta de venganza (legítimo de por sí frente a la más antigua de las leyes, la del Talión) sino como un pronunciamiento para exigir castigo.

¿Cuál es la diferencia entre la venganza y el castigo?

Este es uno de los dilemas más antiguos de quien clama por justicia (en la Trilogía de Orestes, Esquilo lo trata con esmero), sobre todo cuando se trata de la muerte de un hijo. La diferencia reside acaso en que la venganza plantea un vértigo infinito (que en cierta manera domina hoy los tejidos de la violencia en México), mientras el castigo podría producir aquello que permanece (al igual que en el discurso del sexenio pasado) ausente en la retórica de los funcionarios del gobierno de Peña Nieto cuando hablan de cómo actuarán frente al abismo de la guerra contra el crimen organizado: el principio de ley. No me refiero a las reiteraciones formales y burocráticas que apelan invariablemente a proceder bajo la ley, sino a cómo transformar el caso de Calderón en un acto de ley.

Las noticias más recientes de esta guerra datan ya al ejercicio del antiguo mandatario no sólo como una estrategia fallida, sino como uno de los momentos más ominosos en la historia del país. El Washington Post reveló en noviembre –gracias a la filtración de un funcionario mexicano– que existen cuando menos 25 mil desaparecidos. No dio nombres, ni fechas, ni lugares, ni circunstancias, probablemente a petición del propio funcionario. Esa cifra escalofriante es mayor que los saldos que dejaron las dictaduras de Chile y Argentina juntas. En la historia mínima de la infamia, el Estado fallido mexicano ya abrió un nuevo capítulo.

El lenguaje de la criptopolítica.- Humberto Moreira, que gozó de los privilegios de la impunidad –sobre todo en las investigaciones en torno al fraude cometido con los créditos al estado de Coahuila–, ahora descubrirá el desolador camino que espera al ciudadano de a pie frente al aparato de justicia. Siempre y cuando no se trate de un mensaje criptopolítico de los centros del poder, hoy asentados en Los Pinos, del partido al que representa. Partido que ha hecho de la criptología política su clivaje central.

¿Habría suficientes (aunque no inevitables) motivos para que la posibilidad de un juicio a Calderón se revelase gradualmente como una de las opciones que aguardan a la problemática construcción de la legitimidad del gobierno de Peña Nieto? Una pregunta difícil de responder. No hay duda que tendrá que desembarazarse de la herencia del sexenio que acaba de concluir. Y esa herencia tiene nombres y signaturas precisas. Baste con mencionar dos de ellas.

A partir del 1º de diciembre el discurso sobre la política de seguridad ha prescindido ya de términos con los cuales Calderón acabó por sofocar a la opinión pública. No se habla más de guerra , ni de lucha contra el narcotráfico, ni del combate al crimen organizado como parte central de la retórica pública. A cambio se han hecho ingresar términos que la oposición a Calderón acuñó para significar que la guerra contra el crimen organizado no era más que una forma perversa de fundar los mecanismos de lo político. Hoy se habla de víctimas y sus derechos, de los daños a la sociedad producidos por una estrategia fallida.

Pero si en política las palabras importan (y mucho), falta lo esencial: atribuir al Estado la responsabilidad de restituir al Estado su propio principio de legitimidad. Es inútil pensar que el ciudadano de a pie logre, con sus demandas, reordenar la relación entre el crimen y la política. La única forma de hacerlo es desatar la potencialidad inscrita en la división de poderes. Volcar al aparato de justicia sobre el Estado mismo. Si un orden tan corrupto como el peronismo logró hacerlo para extirpar el anclaje del régimen de excepción, por qué no podría hacerlo un ordenamiento como el que priva hoy en la política mexicana.

El soberano y la bestia.- En el análisis de una política que acabó con la vida de más de 60 mil mexicanos es preciso distinguir entre las redes de narcotráfico y el crimen organizado. El narcotráfico es una industria dedicada a un negocio; el crimen organizado, en cambio, son cúpulas de poder que incluyen a empresarios, banqueros, funcionarios, paramilitares y miembros de las fuerzas del orden dedicados a la redistribución del poder en sus respectivas regiones. Son formas parapolíticas de acción, que hacen al Estado responsable del crimen mismo.

¿Qué sucede cuando el Estado se convierte él mismo en un poder fáctico? Lo que sucede es que el soberano y la bestia devienen una y la misma cosa, una sola forma de agenciar el sistema de la política. Situados ambos fuera de la ley, la proximidad entre el político y el criminal funda lo político en el vértigo de lo ominoso: el abismo de la no-ley. Y sólo el Estado mismo, como han demostrado los juicios a los responsables de las desapariciones en Argentina, puede restituir la orden su razón legal de ser. Falta por ver si el gobierno de Peña Nieto cuenta con la voluntad política para emprender este camino.