Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 23 de diciembre de 2012 Num: 929

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Ricardo Venegas

Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova

Política y cultura
Sergio Gómez Montero

Grietas en el mundo real
Edgar Aguilar entrevista con Guadalupe Nettel

Había una vez...
(200 años de cuentos)

Esther Andradi

Marilyn y las devastaciones del Olimpo
Augusto Isla

Sobre Pessoa
(respuestas a una encuesta)

Marco Antonio Campos

Leer

Columnas:
Galería
Ilan Stavans
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
Perfiles
Eduardo Mosches
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

Eduardo Mosches

Un viaje de reconocimiento

Pasaron treinta años para reencontrarme con la ciudad donde nací. Franqueada la aventura del vuelo, aterricé del otro lado del río, pisé la pasarela del buque y me senté frente al amplio ventanal de la sala para ver pasar las olas alebrestadas, ondeando con fuerza, como si se creyeran mar. Surcaron las olas muchas veces y varias horas. Comencé a ver algunas construcciones de la costa. La primera idea que me asaltó fue que a ese mismo puerto llegaron mis abuelos, muchos años atrás, un siglo por lo menos, lo cual no es poco decir. En otras condiciones, sin tanto ventanal ni edificios horizontales que los recibieran. Llegué a puerto y ahí inicia ese pequeño proceso de reconocer, reconocerme, en pedazos vivos de mi ciudad.

Una ciudad armada con los hilvanes ligeros de la memoria, ese trazado idealizado por la distancia que el tiempo, inexorable, desdibuja, crea otros; los árboles han crecido, los perros han muerto y el ladrido ya no se escucha, los amigos se han ocultado detrás de sus arrugas y tazas de café, han nacido sus hijos, que hace un tiempo largo les ha cambiado la voz y hasta tienen hijos propios.

Ha quedado el recuerdo un poco ajado y los edificios se van acomodando en los circuitos memoriosos, mientras sus apellidos aparecen en la realidad de los paseos, junto con las estatuas, que cabalgan cansadas y cagadas por años de palomas, que han muerto y renacen en su revolotear.

Mis calles de la infancia en apariencia han cambiado poco, el adoquinado persiste casi igual, el número 4443 sigue firme al frente de lo que fue mi casa. Los gritos y los juegos se han disuelto, esfumado, entre las grietas de las paredes; mis rodillas ya no recuerdan los juegos, sólo algún que otro dolorcito. Apenas veo las espaldas de la gente, no encuentro cara conocida, nadie tampoco llega a reconocerme, todo se ha disuelto, exactamente, como el helado que comí, muchas veces, cuando niño, en la heladería, a la salida del cine Júpiter, ese planeta de la imaginación que ya no existe, que se fue hacia algún rumbo de la vía láctea.

Para abarcar un poco más en el tiempo, caminé en un giro más amplio, para regresar a mi punto de partida, y en ese deambular sin demasiada precisión, me topo con la dureza visual de un cartel, en letras de colores, que sólo dice: Garage Olimpo, lugar de secuestro y exterminio. Ahí a dos cuadras de lo que fue mi casa de la infancia, donde salté, reí, reímos, lloré, me mojé con la lluvia de otoño y me dolieron los pies al caminar en invierno por las mañanas. Ahí, a metros de mi infancia, crearon gritos y angustias, dolor encaminado a crear respuestas de dolor. Duele tanta infancia destrozada de otros, tanta juventud orillada y lanzada al vacío húmedo del río, donde flotaban poco y se hundían hasta agotar toda la luz.

Sí, en ese mismo río, donde llegué en buque hace unos días, regresando a mi país después de treinta años.