Sociedad y Justicia
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Confluyen mujeres, niños, discapacitados, drogadictos y alcohólicos

Hambre, impaciencia y trampas en uno de los comedores públicos

Los establecimientos ofrecen de 200 a 250 raciones de comida por día

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Imagen de archivo. La secretaría de Desarrollo Social del Gobierno del Distrito Federal informó que tiene registradas 614 mil personas en condiciones de pobreza alimentaria en ocho delegacionesFoto Alfredo Domínguez
 
Periódico La Jornada
Sábado 29 de diciembre de 2012, p. 30

Aquí no hay propinas, manteles ni carta. Se trata de un comedor público, del que afuera, sobre la acera de avenida Pino Suárez 99 de la colonia Centro, se ha formado una larga fila de personas. Son las 12:30 de una tarde poco calurosa. El olor a solventes llega de golpe a la nariz, también huele un poco a tabaco y alcohol. Deambulan, algunos se sientan en actitud graciosa para mitigar el frío, otros platican cosas inconexas y breves.

El hambre hace que su impaciencia aumente. Se agrupan en los primeros lugares de la fila, cerca de la entrada al comedor, cerrado a esta hora por una cortina de acero. Desde afuera se escucha lo que adentro sucede: acomodo de mesas y sillas; por el resquicio algunas voces se escapan, dan órdenes de apresurarse porque ya va a ser hora de que se sirva la comida.

Minutos antes de que se abra el local, se han formado dos filas de comensales; en la más corta y a la izquierda del lugar están personas de la tercera edad, mujeres, niños y discapacitados; en la otra, más numerosa, el desorden impera, hay quienes se meten en la fila con el propósito de ser los primeros en entrar. Da la impresión de que se conocen y son amigos, pues los apodos fluyen: El Pulques, El Topoyiyo, El Rana. A este lugar acuden vagabundos, alcohólicos, drogadictos, personas que viven en la calle, desempleados, de pocos recursos, albañiles y boleros.

¡A comer!

El estruendo que se escucha al levantarse la cortina de acero provoca un silencio sepulcral en todos. Sus miradas reflejan el ansia de entrar. La comida es gratis. El menú: arroz, guisado, tortillas y un vaso de agua.

Es la una de la tarde. Mariana, una chica de 25 años, de cabello corto tipo militar, con autoridad irreprochable se coloca en la entrada y comienza a dar órdenes: entren 10 de este lado (se refiere a los de la tercera edad), y cinco de este. Observa que en la fila de los desordenados hay quienes se meten a empellones, llama al policía y le da instrucciones para que retire a dos de ellos, uno de playera azul y otro de baja estatura.

El uniformado se dirige a ellos, dialoga. Lo ignoran, retan a la autoridad, les importa más ser los primeros en entrar para mitigar el hambre que abandonar el lugar. Aquí la ley es comer lo más pronto posible. No hay gritos, los reclamos son casi en voz baja, es gente que no tiene fuerzas para empujar a otro, algunos ni siquiera parecen tener energía para caminar. Su rostros reflejan la resaca acumulada de muchos días de juerga; en otros, su aspecto denuncia su situación de calle, del vicio, desdentados, en harapos, tullidos. Huellas del barrio.

Cuando quiere, Mariana es bromista y condescendiente con algunos. Los llama por su nombre, a otros les conoce sólo el apodo y así los saluda. Ella estuvo en situaciones similares, llevo tres años aquí en este comedor público, y desde esa fecha no ha vuelto a probar drogas; alcohol sí, un poco, pero drogas ya no.

Es difícil trabajar en esto, sobre todo, dice, por que son personas que se vuelven agresivas, pueden reaccionar de manera violenta de un momento a otro. Y así fue cuando un hombre de más de 40 años intentó meterse al lugar sin formarse. Mariana le dijo que no podía hacer eso, que tenía que hacer fila como todos los demás. “Aparté mi lugar con un compa –le contestó con mirada retadora y dispuesto a golpear–, no creas que me metí”.

La picardía y el orden

Mariana da un grito para llamar otra vez al oficial, quien recorría la fila para que todos estuvieran en orden; le comenta la situación. Aquel hombre insistió en que había apartado su lugar. Nadie de los ahí presentes le hizo el paro. Le mentó la madre a Mariana y mientras se retiraba le decía: pinche vieja, de seguro te llevas la comida para tu casa. Ni me gusta, contestó ella en actitud burlona.

La preparación de los alimentos la realizan integrantes del Instituto de Asistencia e Integración Social (Iasis), que tiene a su cargo la operación de 60 comedores públicos en diferentes zonas marginadas de esta ciudad. En promedio, en estos espacios se ofrecen cada día entre 200 y 250 raciones de alimentos diarios, sin costo para la población.

Entre pequeños incidentes, la fila avanza. Hay quienes se las arreglan para intentar conseguir doble ración. Fue el mismo de playera azul, sólo que ahora se puso encima una chamarra tipo militar para intentar despistar a todos. Mariana lo reconoce y le dice que él ya había pasado, que dejara que se terminara la fila para que se sirviera otra vez. Poco le importó el regaño, acudió adonde estaba uno de sus compañeros, se sentó en la misma silla que el otro, comió del mismo plato y bebió del mismo vaso. Al salir, una mueca por sonrisa asomó a su rostro. Se retiró, no sin dar las gracias.

La Secretaría de Desarrollo Social capitalina tiene registradas 614 mil personas en condiciones de pobreza alimentaria en ocho delegaciones.

Comen de prisa, con grandes bocanadas engullen las salchichas con arroz que hoy les sirvieron. En cinco o máximo 10 minutos terminan, se levantan de la mesa, llevan el plato, cuchara y vaso de plástico al lugar donde se apilan los utensilios sucios. Otros los lavarán, ellos se retiran con el estómago lleno a deambular por las calles de la ciudad, a drogarse, a pedir limosna. Así, hasta mañana cuando otra vez abra su pesada cortina este comedor.

En una hora las filas han desaparecido. Solos o en grupo, se retiran. Lucen más enérgicos. Después de todo, la calle queda vacía. Adentro, comienza el acomodar de sillas, de mesas; alguien barre, moja el piso y arroja el agua hacia afuera, por debajo de la cortina. Se escuchan voces, esta vez ordenan la hora de salida.