Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 6 de enero de 2013 Num: 931

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Jair Cortés

Dos poemas
Thanasis Kostavaras

La Cumbre
Iberoamericana
y los muros

Juan Ramón Iborra

Jorge Veraza: el
regreso de Marx

Luis Hernández Navarro

Novísimos poetas
cubanos

La revolución
del largometraje

Ricardo Venegas entrevista
con Francesco Taboada

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Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Las Rayas de la Cebra
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Mentiras Transparentes
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Javier Sicilia

La poeta Hannah Arendt

Uno de los más bellos encuentros que uno puede tener cuando se lee la biografía de Hannah Arendt, de Elisabeth Young-Bruehl, Hannah Arendt, for the Love of the World, es el descubrimiento de su condición de poeta. Casi nadie, frente a la inmensidad de su pensamiento político, conoce su poesía; casi nadie tampoco conoce la amistad que la unió a Auden o Hermann Broch, los ensayos que le dedicó a varios poetas estadunidenses y alemanes, su biografía de Rahel Varnhagen y lo mucho que hizo por difundir en Estados Unidos a los poetas de su nación. ¿Asombra? No. Los vínculos entre la filosofía y la poesía son inmensos y uno, en el caso de la tradición alemana, puede mirar en los trabajos que el maestro y amante de Arendt, Martin Heidegger, realizó sobre la poesía, particularmente sobre Hölderlin, y la tensa relación que el mismo Heidegger y Paul Celan sostuvieron al final de la vida del poeta. Asombra, sin embargo, que un filósofo tenga también la vocación de poeta. Aunque los ha habido, los resultados, como en el caso de Nietszche, son desalentadores. El peso del concepto termina por destrozar el develamiento alado del poema. La poesía de Arendt tiene en cambio su propio sitio. La inició en su adolescencia y fue un vehículo fundamental para expresar su intimidad más íntima: le permitió decir aquello que fue la experiencia más profunda de su vida, una experiencia que desde que escribió su tesis de doctorado, El concepto del amor en Agustín, sería el fundamento, no visible, de toda su filosofía política: el amor.

Arendt fue una mujer de una extraña y profunda fidelidad a todos sus amores, incluyendo a Heidegger, cuya mezquindad, que se expresó en su adhesión al nazismo y en su desprecio a quien le había abierto todas las puertas, Husserl, habría merecido el distanciamiento absoluto de Hannah. En su poesía –que acotada por el tiempo que le exigió la filosofía no pudo jamás desprenderse del tono de los poetas románticos alemanes que eran su matriz– la intimidad de su mundo amoroso se revela como en ninguna otra de sus escrituras.

No podría decir de qué orden de calidad es su poesía. No hablo alemán y las traducciones que de ella tengo en francés, traducciones de las versiones en inglés que la propia Young-Bruehl hizo para la biografía que le dedica, lo permiten menos. Sin embargo, la belleza y la hondura de algunas de sus imágenes que esa doble traducción sin intenciones poéticas todavía revela, me dice –quizá me equivoque y alguien pueda sacarme de mi error– que no estamos frente a una poeta menor y que, tal vez, si hubiese dedicado el mismo esfuerzo y atención que dedicó a su obra filosófica, habríamos tenido una obra mayor de la poesía alemana.

En todo caso, Arendt no lo quiso. Escribió sus poemas para decirse a sí misma en la intimidad y compartirlos con sus amigos, que eran muchos. Ella, frente a la muerte, la desaparición, la pérdida del hogar, que acosaron su existencia y la de su pueblo, y que se hicieron más terribles a partir de 1933, vivía la poesía como –lo dice en un poema escrito en 1951– “los fondos multicolores de mis sueños que el abismo abrupto de nuestro mundo espanta”. Lo decía también en otro poema escrito en 1946, durante los espantosos años del final de la guerra, en un verso que retoma a Rilke –“Dichoso quien posee una patria”–, uno de sus poetas favoritos: “Dichoso quien no tiene patria; la mira todavía en sueños.”

Ellos se alimentaban del amor y de una de sus vertientes más delicadas, la fidelidad a lo más propio de su infancia, de sus amores, de su pueblo, de cada ser humano.

Al leer su poesía uno no deja de recordar como clave de interpretación el final con el que concluye su libro sobre el amor en San Agustín:  “Quien ama hace del que ama su igual y ama en esa igualdad sin preocuparse si el otro lo comprende o no […] ama al otro no como alguien que va a morir, sino que ama en él lo que es eterno, su origen más propio. [En el amor, al hombre] se le comprende como perteneciente por nacimiento a los hombres y de esa manera al mundo.”

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar  a todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.