Opinión
Ver día anteriorViernes 11 de enero de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Rezo y pasión melancolía

Cuando se alteran los pueblos agraviados y resuelven, nunca sin sangre o sin venganza vuelven.

Fuenteovejuna

E

s Fuenteovejuna, una de las piezas cumbres de Lope de Vega. Obra de actualidad permanente –Marcos en Chiapas–, por su grito –o silencio– de rebeldía frente a la injusticia social. El argumento es explosivo: el comendador mayor de la Orden de Calatraba que tiene su asiento en Fuenteovejuna, es un opresor de la pequeña comunidad cordobesa. El autor de Peribañes y el comendador de Ocaña, El mejor alcalde, el rey. El que denuncia atropellos aplicándole severo castigo. Sí, este es, Lope de Vega el místico enamorado. El que había conocido los amores más varios: ilegítimos, adúlteros, doblemente adúlteros. Al que aún le faltaba por quemar una etapa en esa época inédita, no en la historia de la Iglesia, pero sí en su vida turbulenta. Después de que con tanta fe, como fruto de una vocación tardía, Lope había abrazado el estado eclesiástico cumplidos ya los 60 años, cabía esperar un reposo en su vida amatoria y que dejara los amores profanos por los divinos. No fue así. Lope, siempre sorprendente, pasaría de los mayores arrobos místicos a los ramalazos furiosos de pasión por Martha de Nevares.

Es en 1617 cuando 13 años atrás había oficiado su primera misa que tiene una hija con Martha de Nevares. Lope prueba también el sabor y la intensidad de los amores sacrílegos junto a los adúlteros. El genio de arraigadas creencias religiosas, el que siente las dulzuras de la fe y su pluma vibra cuando da expresión a esos valores se revuelca en los amores de una joven y bella mujer a la que le dobla la edad. El de los Sonetos a Cristo, El romance espiritual y sus Rimas sacras que lo hicieron famoso y dueño de uno de los poemas más logrados de todos los tiempos… “espera pues y escucha mis cuidados…/ Pero, ¿cómo te digo que me esperes/ si estás para esperar los pies clavados?” (Notas extraídas el libro La sociedad española en el Siglo de Oro, de Fernández Álvarez, Editorial Nacional. 1984.)

La vida y la obra de Lope es difusión luminosa, reflexión reverberante de un alma que mira y ama. Espera transparente en que sumerge la mirada y no es ni ojo, ni imagen, ni sujeto, ni objeto, ni inteligencia, ni cosa pensada, sino claridad que se contempla a sí misma, autovisión de luz en un compuesto de caras avivadas: lo mismo Camila Lucinda, Elena Osorio, Martha de Nevares que las demás, todas alba, lucinda, cielo, sol, luz, día, al compartir la dulzura redondeada y plácida de la esfera contemplativa. Imágenes situadas fuera de él, más para contemplarse narcisísticamente en su inteligencia que para amar; es decir, carácter indispensable de la mujer, fantasma narcisístico que le proporcionaba a posteriori el espectáculo de él mismo, en su genio.

Las imágenes biográficas de la extensa obra de Lope fueron prosa, verso o teatro, eran sed insaciable de mujer en bellos recuerdos que habitaban en el interior de sus entrañas o soledad. Esa que lo lleva morir en la más horrible melancolía, que se exacerba a partir de la muerte de doña Martha de Nevares, su último amor. En el dolor exquisito de la contemplación y consumación sacrílega, en el ensueño y la alucinación de ella que eran ellas, en el éxtasis de la mirada en sí misma. Fusión y permutación de Lope con su madre, amor en femenino, invalidante de sus experiencias místicas ya religioso, en repliegue en el cuerpo a cuerpo, –él y su madre–, en las indecisiones de la confusión entre las mujeres de su vida y las imágenes previas a ellas, en lo femenino de lo narcisista, la sublimación más sutil de lo inasible. Melancolía que acentúa la muerte de los hijos y mujeres y lo confronta con la pérdida del cuerpo a cuerpo de la madre, desde su femenino.

Meses antes de un día cualquiera de 1634, Lope empezó a morir en medio de ideas fijas, acusatorias, obsesivas, puntillantes, apabullantes. Nada me queda ya, qué puedo esperar de mañana. Ideas torturadoras, machaconas, expresiones de una melancolía que lo enloquecía en un alud de recuerdos e imágenes confusas que lo llevaban a decir: Sólo muriendo podré librarme de tanto espectro, tanto rencorcomio, tanto deseo de venganza. Cada rasgo de su pluma, cada paso, cada ensimismamiento, cada mirada sin ver, cada gesto sin interpretación posible, eran recuerdos e imágenes de sus hijos muertos, confundidos con los cuerpos de sus madres, golpeo de martillo sobre la cabeza llena de clavos que le sonaban en la cabeza, duros y violentos.

Triste fue el final de Lope, en que todo lo atormentaba, la muerte de la que huía, la vida porque era espera, en ese Madrid de cielo alto azul y delgado en que conoció a ellas, ella, donde la amó como un loco, con la boca llena de versos, rabia y pataleo. En ese Madrid que fue el Madrid de Lope, donde la perdió rencoroso y enamorado hasta morir, ella que eran ellas, a la que no podía asir, inasible, en alas del deseo, se le escapaba en una cama de camino leonada de raza bordada de raso.

Ella, que lo mismo era Martha de Nevares, Elena Osorio, Camila Lucinda u otras o doña Juana, su esposa, suave, lenta, blanda con sus hijos legítimos: Feliciano y Carlitos. Tantos años y tantos afanes en busca de la emoción, cuando la emoción pudo haber sido aquella vida minúscula, cotidiana, sencilla, en que ella amanecía amorosa a su lado, la honesta cara de dulce esposa, sin tener de la puerta ningún cuidado. Cuando Carlitos de azucena y rosa, vestido el rostro y el alma venia cantando por donaire alguna cosa. Duelo que nunca pudo elaborar: Carlitos mío bañado de rocío./ Cuando marchitas las doradas venas/ el blanco lirio, convertido en hielo/ cae en la tierra, aunque traspuesto al cielo.