Opinión
Ver día anteriorDomingo 13 de enero de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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No sólo de Pan...

Los satisfactores del hambre

I

nsisto: es sorprendente la idea que tienen del hambre casi todos los expertos que analizan este tema, ya sea desde su propio punto de vista científico o social: nutriólogos, sociólogos, antropólogos y agrónomos, o quienes elaboran programas para remediarla desde la economía y la política. Tal vez sea así porque en general sólo la conocen como un signo estomacal personal previo a su hora de comer. Prueba de ello son los escritos y discursos donde se alinea, entre los requerimientos básicos del ser humano, la alimentación con la salud, vivienda, educación, vestido, cultura…, pareciendo ignorar el hecho de que la humanidad existe en primer lugar porque encontró de qué alimentarse, todo lo demás siendo resultado accesorio de la satisfacción en alimentos.

O bien sucede que, para disminuir la gravedad del problema del hambre, se aparenta ignorar que el poblamiento de la Tierra se debió a esa primerísima necesidad y que las guerras de dominio de unos pueblos sobre otros, tanto como las de emancipación, fueron por alimentos. Pan –y circo en segundo lugar– mantuvo al imperio romano. Las hambrunas derrocaron dinastías en China. Falta de pan y no de pastelillos produjo la revolución francesa. Y también la rusa. Y la nuestra fue por falta de tortillas. ¿O es que las categorías de análisis para los grandes movimientos sociales terminaron ya por ocultar completamente lo que implican la fuerza de trabajo y el salario, haciendo desaparecer de éstas los alimentos? ¿Siendo claro que la primera es reproducida por el segundo como equivalente de lo necesario para restaurar al trabajador y a sus dependientes: en primer lugar sus necesidades alimentarias?

Otra prueba de esta manera de concebir el hambre es que nuestra administración pública menciona la alimentación al final de las prioridades: agricultura, pesca, ganadería y recursos naturales (Sagarpa). Seguramente porque estos rubros de la economía no arrojan alimentos para la población, sino insumos del capital. Del mismo modo, ¿para qué sirve tanto énfasis en los programas de salud, cuando el primer requisito para gozar de ella es una alimentación satisfactoria? ¿y de qué sirven los programas de productividad en el campo, si con ello se arrojan al desempleo millones de campesinos, vueltos insolventes para adquirir alimentos? ¿De qué sirve el asistencialismo monetario cuando lo único al alcance de la magra ayuda son productos nocivos y no alimentos?

Estremece pensar que el hambre real y sus soluciones parciales puedan obedecer no sólo a la lógica del neocapitalismo, hoy globalizado en manos de unas cuantas corporaciones, sino como parte de una estrategia contra posibles insubordinaciones: manteniendo a los previsibles actores en estado de incapacidad física: hambrientos, desnutridos, esqueletos vivientes por pocos años, obesos abúlicos, diabéticos, cancerosos por agrotóxicos o enfermos por transgénicos nocivos…

Otra prueba de la idea –y no del sentir real– del hambre se expresó en protectores de animales que recién defendieron a perros callejeros pareciendo ignorar que los cánidos son carnívoros y que, hambrientos y en grupo, son susceptibles de atacar cualquier presa, incluso humana, si la relación de fuerzas los favorece. Alguien declaró que comen en basureros, pero a estos animales famélicos y esqueléticos se les aplica así el mismo falso razonamiento con el que se juzga la alimentación humana: cualquier cosa que llegue a la boca es alimento.

Tal vez algún día un buen gobierno instaure la Secretaría de Alimentación Pública y funde una red del Instituto Técnico Universitario de Alimentación Pública en todo el territorio, volviéndose un ejemplo para el resto del mundo y pionero de una nueva concepción de la humanidad. Entonces, todos los niños comerán de acuerdo con sus propias culturas, significando con ello la doble acepción de: cultivos –agrícolas y de agua– y de cultivados en un sistema propio de pensamiento. Y cuando esta revolución conceptual sobre el hambre y sus satisfactores suceda, los niños mexicanos, cuyo genoma seleccionado durante milenios no es compatible con lácteos, cereales ajenos y azúcares refinados, merecerán desayunos escolares con atoles de maíz y amaranto o cacahuate, coco o cacao, con frutas o hierbas aromáticas locales y acompañados de memelas con piloncillo; para tomar al mediodía un refrigerio en la propia escuela, de tacos de guisados con quelites, verduras y proteínas, acompañados de aguas frescas y chía…