Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 27 de enero de 2013 Num: 934

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Ramón Gómez de
la Serna, greguero

Ricardo Bada

El cantar errante de
las letras dominicanas

Néstor E. Rodríguez

Dos poetas

¡Maldita negrofobia!
Luis Rafael Sánchez

Feminicidio y barbarie contemporánea
Fabrizio Lorusso y Marilú Oliva

Violeta Parra al cine
Paulina Tercero

Leer

Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
La Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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Juan Domingo Argüelles

Antologar

Una vez más, y recientemente, publiqué el resultado de antologar. Antologar para mí es apasionante, sobre todo por lo que significa el ejercicio de la relectura. Es también extenuante, pero esto pasa a segundo término cuando se ha conseguido un corpus que se puede leer y releer, es decir, un libro que se puede abrir en cualquier página y encontrar algo que sea digno de detener la mirada ahí.

He conjugado el verbo antologar en una decena de ocasiones (ensayo, crónica, crítica literaria y, por supuesto, poesía), y ello me ha llevado a reflexionar hoy sobre ciertos temas que planteo en mi más reciente antologar y que replanteo ahora en estas líneas, pues este muy nuevo antologar es de poesía. Hay asuntos ineludibles y hasta problemáticos.

Por ejemplo, aunque parezca un sitio cómodo, el lugar donde está parado el antólogo está lleno de inconvenientes. Por principio de cuentas, primero tiene que sumar para luego restar, podar, “elegir”, “optar”, “cerner”, “separar” y “discriminar”, asunto a todas luces incomodísimo porque, puesto que discrimina, por esta curiosa homofonía de la palabra, el antólogo puede parecer, a los ojos de quienes no están en la antología, un criminal, precisamente por discriminador. Pero, por muy grande que sea o por muy abarcadora que pretenda ser, toda antología es una muestra y no puede equivaler, de ningún modo, a una enciclopedia o a un diccionario, menos aún a un directorio.

Hay otros problemas que enfrentar. Por ejemplo, el de los herederos que creen que el antólogo se hará millonario con los poemas seleccionados y, por ello, exigen las perlas de la Virgen, aun tratándose incluso de poetas poco leídos aunque no por ello menos prestigiados. Uno más: el de los autores o herederos que quieren imponer al antólogo su propia selección poética en la que muchas veces incluyen, seguramente por motivos de deformación afectiva, no los mejores textos sino a veces algunos de los peores, es decir los menos antológicos. Y hay que luchar primero cortésmente y luego frontalmente contra esta desviación del concepto antológico. La verdad es que se antologa para darle gusto a los lectores, no para satisfacer los egos de los autores o sus familiares. Y se antologa desde la perspectiva del antólogo, que es quien, finalmente, asume las responsabilidades de su trabajo.

Un problema no menor es el que tiene que ver con los herederos que no aceptan que se incluyan determinados poemas realmente antológicos, pero para los que, por diversos motivos, no dan su autorización, aunque impidan la divulgación del texto. En este punto si no es posible convencerlos de lo contrario, la casa pierde, y pierden, por supuesto, los lectores.

Hay otro caso curiosísimo: el de los autores que preguntan junto a quiénes estarán en la antología, y cuando se les informa de ciertos nombres, declinan, ofendidos, la invitación: ¡cómo van a estar junto a Fulano si lo odian! Finalmente, el caso de quien no está de acuerdo con la selección poética del antólogo y, después de la segunda llamada telefónica, dice que “mejor no”, que “muchas gracias”, y cuelga.

Dicho sea sin rodeos, en general, el antólogo queda como el cohetero: si el cohete truena le chiflan, y si no truena también le chiflan. El problema con las antologías, al menos en México, es que los autores, más que los lectores, las consideran como el juicio final consagratorio. Pero la verdad es que las antologías deberían estar destinadas a los lectores más que a los autores, y además no son el juicio final de nada, sino informadas propuestas de lectura o bien entusiastas lecturas parciales y, hasta cierto punto, personales, que se comparten con otros lectores.

Por lo demás, antologar es releer y no nada más recordar. Uno puede recordar a algún autor por algunos muy buenos o excelentes poemas que, en la relectura, ya no parecen tan buenos. La gente se ha acostumbrado a leer en los prestigios, o en los desprestigios, y no en las páginas. Una antología no puede tener como referencia fundamental a la memoria.

Y no hay que olvidar que México es país de antólogos como lo es de entrenadores de futbol y mánagers de boxeo. Cada quien está seguro de que hubiera podido hacer una antología mejor, del mismo modo que hubiera plantado un mejor equipo nacional frente a Brasil, Argentina o Alemania (para llegar al quinto partido), y que hubiera aconsejado mucho mejor en la esquina a Julio César Chávez Junior que su mánager que no supo plantear el combate frente al Maravilla Martínez. Hasta los boleros se consideran mejores entrenadores que Aguirre, el Piojo Herrera, Mourinho o Ferguson.  Ai nomás.