Opinión
Ver día anteriorDomingo 3 de febrero de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Mar de Historias

Onda expansiva

I

E

n el despertar del jueves empezaba a morir un mes de enero que transcurrió con demasiada rapidez. A la hora fijada, con diferencia de segundos, en casas y departamentos sonaron los despertadores y las órdenes: Ya levántate. Bostezos, rumores callejeros, pasos, gemidos, voces en el televisor, advertencias, chorros de agua estrellándose contra el mosaico del baño, remolino de la licuadora, chisporroteo del aceite en la cacerola sobre la hornilla, olor del café. Bendito olor. Apúrenle, por Dios: ¿no saben que tengo que llegar a mi trabajo?

En derredor de la mesa, entre mordidas al pan, se escuchaban trozos de conversación: Qué bueno que hoy es día de quincena porque tengo que pagar la tarjeta. En cuanto salgas de la escuela te vienes a mi oficina para que hagamos juntos la tarea. Nos vemos a las seis en el metro Aeropuerto, pero por favor no vayas a llegar tarde. A la hora de la comida voy a darme una vuelta para conocer el gimnasio. Si veo que no son caras las mensualidades me inscribo a las clases de pilates. Cuando me saqué el Niño en la rosca pensé que faltaba mucho para que tuviera que comprar los tamales y la Candelaria es pasado mañana. Ay, ya es tardísimo. ¡Vámonos!

II

Mientras se dirigían hacia los paraderos de microbuses y las estaciones del Metro y el Metrobús, personas de todas las edades iban haciendo planes que abarcaban hasta el domingo: teñirse el cabello, desayunar taquitos en un puesto afamado, cambiarle el cierre al vestido azul, arreglar la bicicleta, ir a la macroplaza y al tianguis de coches, ver una película en la cama comiendo palomitas, ir a la casa de los abuelos, mandarle a su esposa por el celular uno de los mensajes que tanto le gustan, comprarle a la quinceañera un ramo de flores. ¿De qué color? Pues blancas como las de mi ramillete de novia. Lo tengo guardado para dárselo a mi muchachita cuando se case.

Realizar todos esos proyectos implicaría el recorrido de distancias relativamente cortas, un leve desembolso, una razonable inversión de tiempo. Los verbos de todas esas acciones podían conjugarse en futuro inmediato desde las primeras horas del jueves hasta las l5:55, l5:56, l5:57. Un minuto después, al menos para 35 personas, se marcó alto total. Sus planes se estrellaron contra el último día de enero que fue también el último de sus vidas.

III

Alguien teclea en su computadora un primer informe: “El estruendo seguido de una onda expansiva –que se sintió como un temblor– causaron pánico entre miles de trabajadores de los edificios de Petróleos Mexicanos. La primera versión fue la de un cortocircuito. En el Edificio B2 que tiene l3 pisos para seis áreas administrativas, ocurrió el derrumbe de varios niveles.

“A las l6 horas elementos de la policía y agentes federales acordonaron el sitio. Los primeros heridos que salían en camillas o caminando tenían raspones, cortaduras causadas por vidrios y golpes. Minutos después de las l7 horas se presentó en la zona el jefe de Gobierno y poco después hizo acto de presencia el jefe de la policía capitalina.

El cerco a los complejos de Pemex se extendió y se formaron varios círculos de vigilancia. Por todas partes se escuchaban los helicópteros. A las l8 horas se negaba toda información. Los testigos se inquietaron aún más cuando vieron llegar ambulancias de servicios periciales de la procuraduría, transportes que se usan para levantar cadáveres. En su mayoría los muertos fallecieron por lesiones torácicas, fracturas, amputaciones, pero sobre todo por aplastamiento.

IV

Con el corazón en la boca, inquietos por los rumores, aturdidos por las noticias, horrorizados por las primeras imágenes del desastre en el edificio B2, intimidados por los presentimientos, los familiares de los trabajadores llegan hasta el complejo administrativo de Pemex.

Es plena tarde. Suenan más sirenas y cláxones. El cielo está limpio, teñido de un azul inocente que promete una noche estrellada. Abajo, en los mil 300 metros cuadrados de construcción que se desplomaron, sólo se ven una telaraña de cables, techos y paredes derrumbadas, alteros de piedras, montones de tierra, zapatos dispares que testifican una fuga desesperada, miles de hojas dispersas en el suelo y entre ellas un libro: Petroleros. Alguien lo mira y pregunta ¿quién lo estaría leyendo?

Frente a estas interrogaciones hay otras que sacuden el aire: ¿Qué sucedió? ¿Dónde está mi marido? ¿Cuántos quedaron abajo? ¿Alguien vio a mi hija? ¿Hasta cuándo seguirán buscando? ¿Por qué no me contesta el teléfono? En el espacio donde debían escucharse las respuestas se oyen gemidos y luego palabras de consuelo y esperanza por liberarse de un dolor que ahora pertenece a todos.

La escena le recuerda a una mujer lo sucedido en otro jueves trágico: el l9 de septiembre de l985. Evoca con toda claridad el momento en que su gato huyó despavorido en busca de refugio mientras sus dos canarios sustituían su canto por un sonido caótico. La escena le causó risa y le inspiró una conclusión: Este jueves amanecieron locos.

No había terminado de murmurar la frase cuando todos sus sentidos la pusieron en alerta: vio el candil sobre su cabeza balanceándose y los vasos saltando del trastero, escuchó el rechinido de las puertas y las paredes, sintió el olor a gas y en su boca el regusto de las lágrimas que el terror le arrancaba. Entonces reaccionó y salió a la calle. De no haberlo hecho habría quedado bajo los escombros como sucedió con tantos de sus vecinos.

Quienes están escuchándola se preguntan si los 35 fallecidos en el edificio B2 habrán alcanzado a oír un sonido de alarma o visto algún indicio que les advirtiera del peligro. Imposible saberlo. Hasta el momento lo único cierto es que a las l5:58 un estallido produjo la onda expansiva. De su ferocidad hablan paredes y techos desplomados, fierros retorcidos, vidrios rotos, cables erizados, montones de papeles en donde los números y las letras carecen ya de sentido.

Anochece. El aire helado arrastra y mezcla el rumor de las máquinas y las herramientas, los pasos apresurados, los gemidos y una voz anónima que, sobre el vacío dejado por 35 vidas, pronuncia un noble deseo: Ojalá que al menos no hayan sufrido mucho.