Opinión
Ver día anteriorDomingo 3 de febrero de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Cerrar los oídos
A

l quitar la casa de mi tía abuela materna, en un cajón falso de su tocador encontré el texto sin firma que sigue. Si fue escrito por la tía, lo que encontré es mi antecedente literario más directo: y más perturbador.

Estoy con mi hermana en la recámara de la abuelita. Como muchos fines de semana de nuestra infancia estamos bajo el cuidado de ella. Para entretenernos nos presta un aparato de sonido con la indicación de que si encontramos la clave podremos oír las canciones de cuna que su abuela le cantaba a ella en su voz y en su lengua. Aunque ya no éramos tan chicas como para querer oír ninguna canción de cuna, no éramos suficientemente mayores para que no nos tentara el desafío de dar con una clave imposible. Y más, una clave que nos lanzara hacia el viaje más imposible y más anhelado de todos, que sería el que nos trasladara al pasado, y no en sueños.

Así que con las piernas cruzadas sobre la alfombra emprendimos la aventura. Y en ésas estábamos cuando reapareció la abuelita con una propuesta todavía más intrigante. Nos acercó un plato con avena y nos pidió que se la diéramos a cucharadas en la boca. Se sentó con nosotras y a medida que la alimentábamos iba perdiendo edad hasta convertirse en una recién nacida que tuvimos que arrullar entre los brazos.

Luego aparezco descalza en un estudio de ballet rodeada de barras y espejos. De pie sobre las duelas del piso. Cuando me pregunto qué hago ahí, veo salir hacia mí a otra yo de una puerta al lado de un piano cerrado. A simple vista, lo que nos diferencia es que ella está vestida con mallas de bailarina y yo no. Apenas me tengo a mí misma enfrente de mí, la otra yo se da vuelta y me da la espalda. A la mitad de la columna vertebral tiene atornillado un perno. Me pide que lo haga girar como matraca, de forma rígida y circular delante de mí. Obedezco. Manteniéndome vertical y sosteniendo el perno de la otra yo en mi mano derecha a la altura de mi ombligo, con un impulso que, con mi mano izquierda, le doy a mi doble en la mejilla, la hago girar. Hay un momento en el que formamos una cruz cuyo leño transversal es ella, que gira en un movimiento que, al cobrar velocidad, describe una estrella. Me entretengo viéndome cuadruplicada en el espejo.

Nos cambiamos de ropa y nos encaminamos hacia el juzgado, en donde mi hermana va a casarse. Atravesamos un parque en el que dos niñas la invitan a ella a brincar la reata. Pienso que mis habilidades infantiles eran ilusorias y que se notaba.

Pero seguimos nuestro camino. Nos topamos con una marcha sufragista cuyas integrantes urgen a mi hermana a unírseles. Pienso que mis principios políticos eran ilusorios y que se notaba.

Más adelante visitamos a un prestamista. Aprueban la firma de mi hermana y le hacen un préstamo. Pienso que mi concepto del préstamo era ilusorio y que se notaba.

Sigo acompañando a mi hermana hacia el juzgado a casarse. Antes, contrata una línea de teléfono. Pienso que mi comunicación con el mundo era ilusoria y que también se notaba.

Ahora estoy sola, semioculta por una cortina viendo por la ventana del despacho del abuelo cuando él entra acompañado del notario. Sin advertir mi presencia y después de cerrar la puerta con pasador se sientan a hablar ante el escritorio frente a frente.

Todo indica que suponen que no hay nadie más en el despacho y esto agudiza mi sensación de que no debería estar ahí. Pero como no puedo salir sin ser vista, opto por inmovilizarme detrás de la cortina y no hacer el menor ruido. ¡Si hubiera podido cerrar los oídos como uno cierra los ojos! Si desde entonces creí que la curiosidad era un arma buena, entonces sentí que la indiscreción era una mala. Pero ni siquiera ahora distingo la frontera entre las dos, por no decir que a partir de ser alguien que escribe, sé que no hay frontera entre la curiosidad y la indiscreción.

Lo cierto es que desde mi rincón oí al abuelo dictar al notario su testamento. Insisto en que no debía haber oído nada. Pero lo que menos debía haber oído fue la confirmación de una historia de familia que hasta ese momento mi hermana, las primas y yo no tuvimos sino como sospecha.

Enterarme de en qué consistían los bienes del abuelo era un asunto imaginable. Pero enterarme de que para su repartición estaba contemplada la otra familia fue motivo de que mi corazón acelerara tan violentamente su bombeo de sangre que me hizo despertar.