Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 3 de febrero de 2013 Num: 935

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Saki, el cuentista
Ricardo Guzmán Wolffer

Kafka en la obra
de Ricardo Piglia

Erick Jafeet

Narradores
desde Argentina

Raúl Olvera Mijares entrevista
con Ricardo Pligia

Samurái
Leandro Arellano

Las mascadas de San Bartolomé Quialana
Alessandra Galimberti

La banalización, epidemia de la modernidad
Xabier F. Coronado

Spinoza y la araña
Sigismund Krzyzanowski

Cuando…
Mijalis ktasarós

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Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
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La Otra Escena
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Refritos fritos

Graduada del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos hace quince años, la guionista y directora mexicana Erika Grediaga debuta en largometraje de ficción con 31 días (México, 2012), proyecto con el que no ganó el concurso de óperas primas del mencionado CUEC hace más de una década y con el que volvió a probar suerte –ya en otros ámbitos de producción– hace poco más de ocho años, aunque debieron pasar otros cuatro y fracción hasta que Videocine, entre otras empresas, lo hicieran viable.

La propia Grediaga sostiene que al ser concebida esta no era, como finalmente resultó ser, una comedia romántica al cien por ciento, sino que el paso de los años y varias reescrituras del guión la condujeron a dicho punto genérico. Es un hecho que nadie sabrá jamás, después de tanto, cómo habría lucido aquella película que nunca fue, pero en cambio cualquiera puede hoy mismo ir al cine y verificar que Irán Castillo, Lorenzo Balducci, Alejandra Gollas y José Antonio Gaona, en los papeles principales, ejecutan todo aquello que les requirió tanto ese guión trabajado y vuelto a trabajar, como la autora del mismo a cargo de su puesta en escena. Verificará, igualmente, que a lo largo de los noventa y dos minutos de pietaje no hay cosa alguna digna de mención, ya fuese por memorable, ingeniosa, encomiablemente lograda ni, por supuesto, original.

No yerran quienes han sentido –y comentado de viva voz, tuiteado o feisbuqueado–, después de verla, que esta cinta tiene una deuda innegable pero inconfesa con la estadunidense 500 Days of Summer, olvidable comedia romántica estadunidense perpetrada por Marc Webb en 2009. No yerran salvo por limitación, pues vaya que estos mexicanos y clasemedieros 31 días románticos se parecen a los gringos y clasemedieros quinientos días románticos de hace tres años pero, puestos a encontrar parecidos, la de Grediaga se parece en absolutamente todo a las previas cientos o miles de películas del mismo, archisabido, masquetrillado tipo chico-conoce-chica, con el añadido insustancial, por igualmente manido, de plantear al inicio una supuesta imposibilidad para el enamoramiento de la pareja protagónica, imposibilidad que Todomundo sabe falsa incluso desde antes que la película arranque. Quién lo diría: tantos años de brega para llegar a ese terrible anonimato consistente en hacer lo mismo que tantos han hecho, y encima hacerlo exactamente igual.

¿Y si la filmas en francés?

En 2003, con guión de Dominique Coubes, Natalie Vierne y él mismo, el cineasta francés Didier Bourdon dirigió 7 ans de marriage, comedia romántica que, hasta donde a este sumaverbos le ha sido dable averiguar, no ha sido citada ni una sola vez como la fuente de origen de los Siete años de matrimonio (México, 2012) que Joel Núñez dirigió y que se parece tanto a la francesa de hace diez años, que incluso el cartel de ambas cintas es prácticamente idéntico: a una pareja joven, heterosexual, acostada en la misma cama, la divide una rasgadura como si una mano violenta hubiese roto el cartel.

Desde luego no paran ahí las similitudes ni mucho menos, pero si el afán consistiera en identificar las diferencias entre una y otra, éstas no le favorecen a la producción mexicana sino todo lo contrario. La trama, menos que mínima, está contenida casi por completo en el título: baste añadir que los protagonistas –Ximena Herrera y Víctor González–, previsiblemente, salen avante de la “crisis de los siete”, tan lejana como es posible estarlo de la comezón marilyniana. Pero súmese a las anteriores desgracias la inclusión de una muy desapacible galería de actores, cuya contumacia televisiva los ha desprovisto de todo gesto siquiera aproximado ya no se diga a la naturalidad sino, por lo menos, a la credibilidad histriónica; este último, por cierto, antilogro conseguido con absoluta maestría por alguien llamado Roberto Palazuelos –habitué de telenovelas y revistas faranduleras–, cuya antipatía e ineficacia escénica y oral lo harían acreedor indiscutible, si lo hubiera en México, del reconocimiento al peor actor en años.

Si de refritos de refritos como éstos se compone lo que algunos quieren ver como la “apuesta” del cine mexicano por pelearle la taquilla a la eterna avalancha Made in USA, habrá que despedirse desde ya por lo menos de dos cosas: una, el sambenito convenenciero según el cual “hay que apoyar al cine mexicano”, y dos, de la taquilla. Por fortuna, no todo en el cine nacional consiste en esta suerte de petardos.