Opinión
Ver día anteriorDomingo 17 de febrero de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Peanuts o poca cosa
D

espués de leer un volumen con escritos autobiográficos de Charles M. Schulz no descansé de la emoción que la lectura despertó en mí hasta reunir cuanto libro de Peanuts localicé a mi alcance. Aparte de examinar libreros en cuartos cerrados, busqué en el sótano de la casa de familia, en baúles con cosas de mis hermanos que llevaban guardadas no sé cuántas décadas, desde que por esto o por aquello se mudaron y dejaron cuanto pudieron atrás. Releí algunos de los títulos. Los abracé, los clasifiqué (si no di con ninguna primera edición, a partir de 1950, que fue cuando empezó la serie de Schulz, sí encontré ediciones o reimpresiones de aquellos primeros años).

Veía/leía a Schulz en vivo en el periódico. Era lo primero que buscaba y con frecuencia lo único que leía del diario en inglés al que estábamos suscritos. Prácticamente, no podía empezar el día antes de leer a Schulz. Sin yo saberlo, él se convirtió en mi autor de cabecera incluso ya avanzada mi época universitaria. Fue una afición inconfesable mientras no confirmé que lo era también, sólo que abierta, de otros compañeros y, para mi asombro, de los más admirables de mis profesores. (Me sucedió lo mismo con las películas de Laurel y Hardy, que mantuve como una devoción secreta en tanto no comprobé que, más allá de mi sociedad familiar, consistente en hermanos y primos, estos cómicos también tenían peso y significado.)

La visión que Schulz tenía de la vida me animaba a vivir más que las religiones que debía estudiar en los colegios a los que asistí. Lo que sucedía en Peanuts, que agrupaba a un mundo de niños con perro, que era escritor y aviador, y beisbolista cuando hacía falta, me hacía reír, sonreír, pensar, llorar. La salida que Schulz encontraba a los enredos que él mismo creaba siempre era graciosa y esto es muy aleccionador.

Cada vez me interesa más la biografía de la gente de la que he aprendido algo, y mi gama de maestros abarca desde santos y filósofos, hasta empresarios y gente común, sin olvidar a los artistas y los escritores. Y Schulz pertenece a cada uno de estos gremios, aparte del que congrega a golfistas y a patinadores de hockey sobre hielo, pues además de competir y ganar en torneos de estos deportes fundó y fue propietario de un estadio.

Schulz fue papá, esposo, amigo. Fue compañero de trabajo. Fue soldado en la Segunda Guerra Mundial. Durante un tiempo, fue miembro activo de una iglesia protestante.

Antes que todo esto fue hijo, hijo único. Nació en Minneapolis, Minnesota, y murió en Los Ángeles, California, en Estados Unidos (1922-2000). Su papá, inmigrante alemán, fue peluquero, dueño de su peluquería. Su mamá, noruega, fue ama de casa. Schulz nunca ocultó que sus padres y su propia vida fueran su principal fuente de inspiración. Y a juzgar por el recuerdo sonriente que guardo de su obra siempre supuse que él habría crecido y se habría educado en un ambiente sin mayores sobresaltos. Sin embargo, al acercarme ahora a sus escritos autobiográficos, y enterarme de cuáles fueron algunas de las premisas que sostuvo como creador de la serie Peanuts, me pregunto entonces por el origen de la convicción de Schulz de que La felicidad no inspira una tira cómica y en cambio la tristeza sí.

Resulta que fue un niño y, luego, un adulto tímido y retraído, tan inseguro de sí mismo que de mayor llegó a padecer al menos dos crisis nerviosas serias, tanto así que varias veces hace referencia a ellas como si se alertara a sí mismo de su peligro. Si uno desconoce este dato (del que él no da más detalles), cree que el rigor que Schulz observó en su disciplina de trabajo fue simplemente ejemplar, como pudo haberlo sido el hecho de que, en el medio siglo que mantuvo viva su serie diaria de Peanuts, sólo en una ocasión, al cumplir 75 años de edad, dos antes de morir, tomó vacaciones. Pero al tener presente aquella alarma, y leer que Schulz tenía pánico de viajar (Esta inquietud de estar lejos de casa se me ha diagnosticado como un temor a perder el control), la perspectiva es otra. Como lo es al oírlo confesar que dibujar una tira cómica se convirtió para él en una especie de religión. Porque lo ayudaba a sobrevivir día a día. Sé que cuento con esto para refugiarme. Cuando todo parece perdido, entro a mi estudio y pienso: Aquí es donde me siento en casa. Aquí es donde pertenezco. En esta habitación, dibujando imágenes.