Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 17 de febrero de 2013 Num: 937

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Diego en la encrucijada
Vilma Fuentes

Sergio Ramírez,
el cuentista

Marco Antonio Campos

Respuesta a un cuestionario
Marina Ivánovna Tsvietáieva

Cinco poemas
Marina Tsvietáieva

La torre en yedra
Marina Tsvietáieva

El interés por la historia
Raúl Olvera Mijares

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Galería
José Angel Leyva
Cinexcusas
Luis Tovar


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Francisco Torres Córdova
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Hacer la cercanía

Porque las cosas, ya se sabe, a su modo siempre quedan lejos, la palabra insiste y tenaz y laboriosa en el poema por un instante las alcanza, las pone a la altura de los ojos, las acerca. Vulnerable, frágil y porosa, incierta y titubeante, la palabra viaja esa inmediata y vasta lejanía para seguir su huella y consecuencia, su claridad y fuerza en el llano impulso de la vida. Sale al horizonte, que es decir a la ciudad y sus recintos, al desierto y sus mareas, a la gravedad del cielo que pule los bordes del planeta y al vello de un vientre que se eriza con un beso; sale al encuentro de sí mismas en el nombre que las cosas le murmuran al oído; sale al mundo para encontrarle al mundo el espacio que tiene adentro, en el íntimo silencio de la carne. Así, por gracia del esfuerzo y el milagro inherentes al lenguaje, hecho de minúsculos absurdos enlazados –¿cómo si no?–; de resonancias y texturas; de fisuras y roces, flujos y vacíos luminosos o en penumbra de tantas minucias cotidianas que al fin conceden su grandeza, el poema incesantemente se trabaja y a veces se cohesiona, se dibuja y suena sustentado apenas en el fino corazón del alfabeto. Odysseas Elytis evoca ese encuentro en una sala del Museo Británico ante un papiro verdoso con trazos de un fragmento de Safo: “Sentí un verdadero alivio; me pareció que el mundo se enderezaba y entraba en su lugar correcto. Aquellas mayúsculas de cuerpo delicado y compacto configuraban una representación gráfica transparente y a la vez misteriosa que me hacía una seña de amistad a través de los siglos. Como si me encontrara de nuevo en una ribera de Lesbos y escuchara cantar a la hija de nuestro jardinero.” El mundo se acomoda; en las líneas de las letras se trama y cabe una memoria, un paisaje suspendido en otro tiempo, una identidad que lo atraviesa, le toca la frente y le revela un nombre. Es un parentesco, un fugaz acierto, una forma sutil de la justicia que se ejerce en la palabra cuando así confluyen los labios y el aliento, la lengua y el alma. Por esos mismos senderos oblicuos del encuentro, de las riberas de Lesbos a las calles de Ciudad de México, también podemos ver a un hombre llamado Rubén, de impecable y pobre traje oscuro, chaleco, leontina y fistol en la corbata, volver a casa al caer la tarde bajo la luz de ventanas y faroles, con una sonrisa necesaria a flor de su tristeza humilde y amorosa, al que mucho le debemos y más le agradecemos hacer la cercanía de cosas como ésta:  “Que el amor sea con nosotros,/ errantes en círculos perpetuos/ donde todo empieza en cada punto.// Todo trabajo es nuevo ahora;/ es nueva ahora tu palabra/ en cada ocasión que me designa.// Vértigo inmóvil de la rueda,/ estable torre de la flama,/ quietud paciente de la lluvia.// De tan rojas, brillan y azulean/ las viejas lumbres de mis huesos,/ Y todo transcurre hacia sus causas.” (Albur de amor.)