Opinión
Ver día anteriorJueves 21 de febrero de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El oficio
U

na joven estudiante de periodismo me hizo un par de preguntas que me llevaron a reflexionar de nuevo acerca de mi oficio de crítica de teatro, lo que da pie a este artículo aunque ignoro si mi voz habla por mis colegas. El primer cuestionamiento de la estudiante se refiere a la diferencia entre críticos y reporteros, abriendo de nuevo el viejo debate de si el reportero debe emitir opiniones acerca de la escenificación vista, en el caso del teatro. A pesar de los muy conocidos casos de reporteros que se van especializando y acaban por ser críticos ejemplares, yo pienso que no, porque su materia de trabajo es muy otra, aunque el enfoque que dé a su nota es en sí mismo una especie de opinión; mientras el crítico ha de analizar cada uno de los elementos del montaje y fundamentar en lo posible sus juicios, el reportero describe lo que ocurre, hace entrevistas a los participantes o se hace eco de lo que se dice en las conferencias de prensa. Pero tiene grandes compensaciones, y lo digo con cierta envidia, en cuanto a las políticas culturales. A sus reportajes se les concede mayor espacio en los diarios, lo que incluye fotografías y por ende su peso ante la opinión pública es mucho mayor y no es extraño que un buen reportaje influya en otros, como una cadena y se llegue a alguna modificación de un hecho lesivo. En cambio, cuando el crítico desliza en su nota algún comentario de política cultural, ni quien haga caso. Por otra parte, está la estabilidad laboral. Los reporteros pertenecen a sindicatos que los defiendan en casos de injusticia, mientras los críticos, como colaboradores, no tenemos contratos (aclaro que no es mi caso, porque La Jornada es mi generoso lugar de trabajo, pero muchos padecen de ir del tingo al tango)

Vuelvo a lo anterior para marcar una gran diferencia. Llevo mucho tiempo hablando de la irregularidad de lo que ocurre en el Centro Cultural Helénico, cuyos espacios escénicos son rentados por Conaculta a un Instituto cuyos frutos no se conocen, pero que es dueño de los edificios de todo el centro con motivo de una donación que en su tiempo les hizo José López Portillo de lo que era un bien –por embargado pertenecía a la Secretaría de Hacienda– de la nación. La historia es larga y corto el espacio, por lo que me limitaré a volver a insistir en el sueño guajiro de que se deberían embargar y al, al parecer bastante mediocre, instituto convertirlo en otra cosa que tenga calidad y sea útil para los gremios artísticos sin afán de lucro. De nuevo pierdo el tiempo, lo sé pero no puedo remediarlo a la espera del gran reportaje que llame la atención y subsane el entuerto.

Otra pregunta de mi joven conocida fue acerca de la manera en que los críticos encaramos nuestros artículos, por lo que contesto con argumentos que muchos hemos venido repitiendo. Creo que todos tenemos o debemos tener, un código deontológico que nos impida traspasar ciertos límites. Si no es posible la objetividad, ya que muchos pensamos que no existe porque estamos marcados por nuestras vivencias, género, edad e ideología, hemos de tener imparcialidad dentro de lo posible. Cada vez nos atacan menos los teatristas insatisfechos, aunque algunos lo hacen de manera solapada y por Internet; en este caso no propiciamos críticas negativas: si el ataque es de alguien que no se respeta, simplemente se ignora y en todo caso no se vuelve a ver el trabajo de ese teatrista y si es de un creador apreciable se valora la siguiente escenificación y si se llega a una opinión favorable se pone por escrito. No es tan difícil hablar bien de un talento impertinente, lo es más ver negativamente una escenificación de algún teatrista a quien se estima y respeta. No hemos de lanzar datos que nos vienen a la mente si no los confirmamos porque nada es peor que una equivocación en un artículo de crítica (y en caso de equivocación, que yo las cometo y muchas, la honestidad debe llevarnos a una disculpa pública). Cada uno de nosotros tiene un método para su escritura y no es de extrañar tampoco si tenemos diferencias de criterio respecto a un montaje, que cada uno ve las cosas desde su perspectiva. Y, por último, escribir con un lenguaje claro y sin muchas citas, que el periodismo no es la academia.