Opinión
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Mar de Historias

Dios y el ladrón

A

ndar de prisa, con la cabeza baja, no es suficiente para que Enedina ignore el paisaje desolado que la rodea y la oprime. A cada paso tiene la sensación de que la tierra sobre la que camina se levanta y baña los hombros que le duelen a causa de los bultos pendientes de sus brazos y muchas horas de trabajo en la máquina de coser. La bendice. Si no la tuviera no podría contribuir a los gastos de la familia. Aumentan al mismo ritmo que se devalúan los mil pesos que su marido Lázaro recibe cada semana trabajando como albañil.

Enedina hace un alto y se descarga de los bultos. Mira a la distancia. Allá lejos se urde una telaraña de calles estrechas que suben hasta la punta del cerro asfixiado por hileras de construcciones rudimentarias, desiguales, frágiles, inconclusas que de milagro resisten las ráfagas de viento y lluvia. Esa permanencia, según afirma su suegra, es la prueba de que Dios existe y desde el cielo cuida a todos sus hijos sin distinción alguna.

A Enedina le gustaría tener la misma confianza, pero no lo consigue. Siente que ella y su familia están dejadas de la mano de Dios. Para justificar su escepticismo hace un resumen de sus dificultades cotidianas: sacrificios, privaciones, deudas, conflictos con los vecinos, exceso de trabajo mal pagado. En medio de esas pinzas que la torturan reviven sus temores más fuertes: que su hijo Jerry caiga en las adicciones, que su esposo Lázaro tenga un accidente en la obra, que un vago embarace a su hija Mayra.

Pensar en eso le recuerda que en dos días Mayra no ha asistido a la escuela. Se ha quedado en la casa a esperar la pipa del agua. Si la niña no la recibe hoy pasarán 10 o 15 días antes de que el repartidor vuelva por su colonia. Mientras eso ocurre, Enedina tendrá que comprar en el estanquillo garrafones a precio de oro o emprender su peregrinación por las gasolineras, adonde acude para que le permitan surtir una cubeta.

II

El duelo de cláxones entre dos automovilistas la hace reaccionar. Enedina toma los bultos y cruza la calle hacia el jardín recubierto de hojas secas, pasto quemado y burdos juegos infantiles. Atraviesa ese campo siempre que va al taller de costura para entregar las prendas cosidas a destajo. Le pagan un poco menos que en el anterior, pero puntualmente y con una sola exigencia: cubrir con su dinero la ropa que extravíe o entregue dañada.

Eso no sucederá. Lleva en perfecto estado las tres docenas de blusas que le encargó Rosalía, la jefa del taller. En cuanto las revise le entregará su paga: 680 pesos. Murmurar esa cifra hace que Enedina recupere el optimismo. La grisura en su derredor desaparece y al ver los prados resecos piensa en que muy pronto llegará la primavera.

Un día después, el 22 de marzo, su hija cumplirá 11 años. Mayra es todavía una niña y sin embargo actúa y tiene gustos de mujer adulta. Como regalo le pidió un teléfono celular y una computadora. A Enedina la entristeció decirle que era imposible comprarle las dos cosas, que eligiera. Disgustada, Mayra optó por el teléfono. Para animarla le prometió un obsequio más, baratito, como por ejemplo una muñeca. Mayra frunció la boca sin decir más.

Esos desplantes de su hija no le gustan y tampoco que sea incapaz de divertirse con una cuerda de saltar o una pelota. Una ráfaga de viento hace rechinar las cadenas que sostienen cuatro columpios. Enedina piensa cuánto le encantaría ver a su hija meciéndose como ella en el parque al que la llevaba su madre cuando era niña.

Nunca ha olvidado la sensación de libertad y dicha que sentía al impulsarse en el columpio y mirar al cielo con ánimo de alcanzarlo, porque su madre le había dicho que detrás del azul estaba Dios. Quiere, necesita revivir la experiencia. Puede hacerlo sin temor a suspicacias o burlas. En el jardín un deportista que hace flexiones y boxeo de sombra. Enedina deja los bultos sobre el pasto quemado, elige el primer columpio y se aferra a sus cadenas. La frialdad del metal y su rechinido le devuelven una mañana maravillosa de su infancia y la voz de su madre: Suavecito y bien agarrada. No te me vayas a caer.

Obediente al lejano mandato, Enedina se aferra a las cadenas y empieza impulsarse con cierta timidez y luego con más fuerza, feliz de sentir en la cara el aire frío y de ver el cielo brillante y limpio. Los latidos de su corazón la ensordecen y apenas logra distinguir pasos que se acercan. Automáticamente baja los pies. Frena su vuelo en el momento en que el gimnasta toma con una mano las dos bolsas y con la otra la amaga con una pistola: Órale, pendeja: dame todo lo que traes si no quieres que te meta un plomazo.

Enedina recuerda la lección que Lázaro le repite a diario a ella y a sus hijos cuando salen –Nunca se opongan a un asalto ni miren de frente al ladrón–, pero actúa en contrario: mira a su agresor. Su juventud la hace pensar en Jerry y eso le da confianza para suplicarle al desconocido que no se lleve las bolsas, para explicarle lo que tendrá que pagar si no las entrega en el taller en donde tampoco le darán el dinero por el trabajo hecho.

El asaltante mira nervioso en todas direcciones y después le ordena que le entregue su esclava y todo lo que traiga. Enedina saca el monedero que lleva en el seno. El ladrón le hace una seña para que lo arroje al suelo y haga lo mismo con la esclava que adorna su muñeca. Enedina la cubre con su mano derecha y le confiesa: No es de oro. Me la regaló mi esposo. El hombre no cede. Con movimientos más desordenados le indica a su víctima que tire al suelo la joya falsa.

En cuanto ve cumplida su orden, el ratero se guarda la pistola en la pretina del pantalón y se apresura recoger el botín. Enedina hace un último intento de conmoverlo: Y ahora qué voy a hacer. Me quitaste todo. Déjame algo siquiera. El ladrón le responde en voz muy baja: Te dejé la vida. ¿Qué más quieres?

Enedina lo mira alejarse tranquilamente, balanceando las bolsas, rumbo a la avenida donde aborda con agilidad un microbús. Quien lo haya visto pensará que se trata de un deportista y no de un ladrón. Sólo al murmurar esa palabra se da cuenta del peligro en que estuvo y siente pánico, la boca seca, las rodillas débiles. Para no caer vuelve a sentarse en el columpio. Se aferra a las cadenas que lo sostienen y se impulsa cada vez más fuerte, mirando al cielo con la esperanza de encontrar a Dios.