Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 24 de febrero de 2013 Num: 938

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Mo Yan, el histórico
Ricardo Guzmán Wolffer

Escritura doble
Aurelio Pérez Llano entrevista
con Ilan Stavans

El tango en los cafés
Alejandro Michelena

La maldita partícula:
el bosón de Higgs

Norma Ávila Jiménez

Joaquín de Fiore,
historia y humanismo

Annunziata Rossi

Hermenéutica e historia
en Joaquín de Fiore

Mauricio Beuchot

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Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
La Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
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Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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Luis Tovar
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TanaticOscar

Dentro de unas horas de hoy, 24 de febrero, dará inicio la entrega ochenta y cinco de los premios que a su cine concede la academia cinematográfica estadunidense –y no La Academia, con unas mayúsculas y una dizque familiaridad mucho muy serviles–, así como a una película para ellos extranjera.

Puesto que no cree en el silencio absoluto como método para contrarrestar inercias que le parecen perniciosas, este juntapalabras lleva años –y en abrumadora minoría siempre– haciendo el esfuerzo, casi de seguro inútil, de alejarle así sea un poquito de clientela a Oscar, ese premio que tanta cosa no cinematográfica suele premiar. Esta vez, los que seleccionaron a las candidatas la pusieron facilita, ya que no se requiere ninguna perspicacia para detectar, a la primera mirada, los denominadores comunes de los filmes que mañana cubrirán portadas y portales, con los panegíricos y las obviedades de costumbre.

¡Es la política, estúpido!

Parafraseando la célebre frase billclintonesca puede resumirse el primero de dichos denominadores comunes, pues política, política y más política es el verdadero tema de fondo de Argo, de Ben Affleck; Lincoln, de Steven Spielberg; Django sin cadenas (Django Unchained), de Quentin Tarantino, así como, por supuesto, La noche más oscura (Zero Dark Thirty), de Kathryn Bigelow, es decir, las que “más suenan” para volverse, casi literalmente, pasto de indigestas regurgitaciones mediáticas.

Del anacronismo propagandístico disfrazado de heroicidades burocráticas llamado Argo ya se habló aquí hace algunas semanas; quepa remachar su insidiosa reprogramación en cartelera y su cercanía con La noche más oscura: ambos filmes proponen, una vez más, la tesis de los “americanos” buenos versus los árabes malos; ambas tienen lugar en territorios bien alejados del supuesto país de las libertades y, para efectos prácticos del ansia hegemónica que los sustenta, es irrelevante que uno transcurra en 1979 y otro en 2011, o quizá todo lo contrario, ya que dicho lapso significa la permanencia del militarismo gringo en países enemigos durante al menos treinta y dos años y contando. Antier el Ayatollah, ayer Osama Bin Laden, mañana Amadinejad o, en una de ésas, cambia el escenario y el malo en la pantalla –fuera de ella se supone que ya lo es– habrá de apellidarse Chávez, Correa, Morales… Eso sí, jamás Calderón o Peña Nieto.

Algo similar ocurre entre el Lincoln spielbergiano y el Django tarantinesco si se les mira al mismo tiempo: imposible más obviedad en cuanto a su trasfondo político –sobre todo la primera– y, amén de ser cohabitantes históricas, ambas cintas también hacen migas en cuanto a la “corrección” o, mejor dicho, el oportunismo de acompañar cronológicamente el segundo triunfo del primer presidente negro en Estados Unidos, es decir, esa nación innegablemente basada en la esclavitud, cuyo “progreso” pone en un extremo al sicario Django y en el otro al presidente Obama.

¡Viva la muerte!

Corolario absoluto del tanático espíritu que mueve al ser humano, la cita odiosa del grito franquista sintetiza a la perfección el trasfondo del trasfondo de los cuatro filmes aludidos, pues muerte, muerte y más muerte es lo que se halla en la base de sus tramas: en Lincoln, revestida de supuesto dilema moral –como si la política hubiese contemplado alguna vez, en alguna parte, en algún tiempo, a la moral– entre evitar más muertes en la Guerra de secesión estadunidense o asumir el “costo” humano de no evitarlas, a cambio de abolir la esclavitud. En Django ni se diga: la ramplonería tarantinesca, siempre como la mona que se viste de seda, traducida en el burdísimo matar o morir, y párele usted de contar. En Argo, evitar la muerte de seis oficinistas mientras afuera de su refugio una población entera –la iraní– está matándose precisamente a causa del intervencionismo gringo. En La noche más oscura, de nuevo ni se diga: no es la tortura y su desnudamiento, poco o nada culposo, sino la puesta en ficción, inevitablemente reivindicatoria, de una cacería humana concebida, instrumentada y ejecutada para matar.

Si de matar por política se trata…

…¿por qué no darle un Oscar a Duro de matar: un buen día para morir, donde Bruce Willis pelea de nuevo, y él solito, en el mismísimo Moscú para “evitar una guerra”? ¿O qué tal El ejecutor, con Sylvester Stallone en el papel de James Bonomo –que significa “buen hombre”, nada menos–, sicario profesional que por venganza se asocia con un detective para atacar a una organización criminal?

Y no serían las únicas también nominables a la codiciada estatuilla.