Opinión
Ver día anteriorMiércoles 6 de marzo de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El mercado de la crítica
A

veces los autores ilegibles caen en la cursilería. Pretenden ser finos sin serlo para justificar la dificultad que implica la lectura de sus cuentos, ensayos, poemas o novelas. No son de difícil lectura por buenos, sino por malos. No lo son por exigirle mayor esfuerzo al lector para multiplicar el goce de la lectura, como hace Vila-Matas en un ejercicio gozosamente lúdico donde las referencias eruditas son como espejos que ensanchan el espacio de su narrativa, sino porque son de plano incapaces de emocionar al lector. Y los buenos libros, conviene recordar, se miden por la emoción que provocan.

Hace poco más de 20 años algunos escritores ilegibles pretendieron dividir al mundo literario entre quienes hacían literatura light y ellos, los graves, los serios que parecían redactar en hojas mármol. Y no se referían a autores de libros de superación personal sino a cuentistas y novelistas que se acercaban con mayor facilidad a los lectores.

Por fortuna duró poco su cruzada en la que combatieron con ferocidad inútil no sólo a los autores light de su argumento inicial sino a aquellos escritores que contaban con una fuerte presencia en la plaza pública.

Un autor de culto –y culto como pocos– invitado por la Charles Eliot Norton Lectures reflexionó en 1988 sobre la prosa rápida sin precipitación y sobre la ligereza que hace fluir la escritura como atributos de la literatura del siglo XXI.

Italo Calvino sepultó sin proponérselo con sus Seis propuestas para el próximo milenio, el falso debate entre la literatura light y aquella otra grave, pesada y ostentosa.

Pero esa discusión sobre la literatura light parecía tener en el fondo otra intención más allá del mero debate teórico. Daba la impresión, y tal vez me equivoque, que algunos de los autores autoproclamados serios, en realidad añoraban los lectores de quienes habían apostado por la liviandad en la prosa y que ahora, con el paso de los años, han tenido que aceptar aunque sin explicarnos por qué.

Una derivación de aquella búsqueda de lectores parece haber resurgido recientemente de otra manera azuzada por el mercado.

El crítico Harold Bloom, a quien debemos algunos de los mejores ensayos sobre Shakespeare, ahora parece más interesado en afinar su business plan que en mejorar, por ejemplo, su cuestionado Canon de Occidente.

Recientemente entregó El canon de la novela: novelas y novelistas como antes hizo con el canon del ensayo y el del cuento, donde las ausencias son, por momentos tan importantes como las presencias.

Desgraciadamente el caso del señor Bloom, más pendiente al parecer del reflector y de la salud de sus finanzas, no es un caso aislado. En 2009 Carole Seymour Jones publicó A Dangerous Liaison a Revelatory New Biography of Simone de Beauvoir and Jean Paul Sartre. Reveladora, quizá por hurgar entre las sábanas para mostrarnos la intimidad de esta pareja que no era muy propensa, por cierto, a ocultar sus ideas de la sexualidad.

Y qué decir del académico Christian Duverger que con su Crónica de la eternidad quiso demostrarnos dos cosas: 1, que la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España no la escribió Bernal Díaz del Castillo y sobre todo para convencernos de que su autor fue ni más ni menos que un Hernán Cortés genial, cultísimo, sano y divino porque las divinidades son las únicas entidades que habitan el espacio de lo eterno.

Como prestidigitador avezado, muestra datos, refiere hechos más para aclarar, para confundir. Según él, por ejemplo, los libros proscritos por la Inquisición no circulaban en la Nueva España y difícilmente un soldado, como Bernal, podría tener reflexiones filosóficas. Si fueran ciertos esos argumentos ¿con qué libros alimentaban las piras los inquisidores? ¿Cómo justificaban el quemadero de réprobos? Por lo demás cualquiera sabe que la vida con sus dificultades orillan a cualquiera a hacerse las preguntas centrales de la filosofía: ante la muerte de un ser querido, ante el fin de una relación amorosa, o ante la pérdida de la libertad nos da por introyectarnos para entender.

Es lástima que ahora algunos académicos, por gana de lucro o de notoriedad, imiten los peores vicios del mercado editorial. Ahora sólo falta que en las conferencias, ensayos y entrevistas sobre autores y libros más que el análisis literario, priven los cánones ejecutivos y las anécdotas de alcoba. ¿O ya empezamos?’