Los pueblos y la corte suprema

Ha de ser mala señal que los conflictos que aquejan a las comunidades indígenas estén llegando, notoriamente, hasta las frías escalinatas de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (scjn), esa protagonista a la alza del acontecer público en México, no obstante lo aberrante o desconcertante de ciertas determinaciones suyas, desde su respuesta a las impugnaciones contra la “ley indígena” hace una década a su decisión de liberar a los paramilitares de Acteal, o su rechazo a darle causa al profesor Alberto Patishtán, sumandose así la Corte a la larga cauda de captores y carceleros de un hombre inocente.


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Mala señal porque si los problemas de los pueblos alcanzan la corte suprema, se debe a que el sistema de justicia ha sido inoperante en todos sus niveles. De una manera u otra, se trata de situaciones de despojo: sea la libertad en el caso de los presos indígenas, ejemplificados hoy por el profesor Patishtán; sea el territorio, según pugnan los ejidatarios choles de Tila, en Chiapas; sea el agua, como reclaman las tribus yoem’m, o yaqui, de Sonora. Tres casos que son sólo la punta del iceberg permanente de la lucha social convertida en asunto judicial, hasta llegar a una scjn con dos atribuciones: la de la prolongada posposición (Kafka no inventó nada) y la potestad de emitir veredictos definitivos, inapelables, funcionales al poder político casi siempre.

En Sonora, el pan concluye su fatídico ciclo de gobiernos nacionales y estatales con la descarada imposición, y las simulaciones concomitantes, del saqueo de la cuenca del río Yaqui. Rateros hasta el final los panistas, aún gobierno estatal, en reiterado desacato al sistema jurídico insisten en despojar de su agua a la importante tribu yoreme, en favor de advenedizos millonarios de la industria trasnacional que poco reparan sexenios o partidos, mucho menos en derechos ancestrales y cosas por el estilo.

La scjn les deja “pendiente” resolver el recurso que la Semarnat interpuso para recurrir el amparo que los yaquis ganaron contra el manifiesto de impacto ambiental que avala la construcción de acueducto “Independencia” pese a que viola fundamentos de conservación del ambiente y de consulta a los pueblos indígenas afectados. Mas el acueducto sigue, para eso sí hay prisa.

Son tantas las ocasiones recientes en que los tribunales, las secretarias de Estado y las cámaras han dejado sin resolver despojos como el que confronta hoy el ejido Tila: “Es una vergüenza para la nación tanto despojo de las tierras de los indígenas”, dicen los choles de Tila. Y demandan “que no sean violentados nuestros derechos como indígenas; respeto los Acuerdos de San Andrés firmados en 1996 por el gobierno federal con 47 pueblos indígenas y el ezln, que para nosotros siguen vigentes, y respeto al Convenio 169 de la oit y la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas.

En la antesala permanente de las cortes, las cárceles, los panteones o de la condición de refugiados, se hilvanan hoy contra el México indígena (y no sólo) ofensivas de despojo sin precedente moderno. A los wixaritari en dos frentes: por un lado el desierto sagrado de Wirikuta, y por el otro la misma sierra de Jalisco donde habitan, pues todo eso ambicionan las mineras. A los nahuas de Manantlán (Jalisco), señores de horca y cuchillo les arrebatan el subsuelo; a los de Ostula (Michoacán) les recetan la violencia delincuencial y paramilitar. En la Meseta Purhépecha, Sierra y Costa de Guerrero, Huasteca potosina, sierra veracruzana, los pueblos de Morelos, la Tarahumara, el campo está minado.

Los casos se suceden. Un ejemplo: según reporta Miroslava Breach, (La Jornada 2/3/13), rarámuris de seis comunidades del municipio de Carichic se manifestaron en Chihuahua el primero de marzo para exigir justicia por la invasión a sus ejidos y el esclarecimiento del homicidio de su asesor, Ernesto Rábago Martínez, acribillado en su despacho hace tres años luego de ganar los primeros juicios agrarios para que ganaderos mestizos devolvieran más de 20 mil hectáreas que habían despojado al ejido Baqueachi.

Los manifestantes provenían de Baqueachi, Nanarachi, Wawatzérare, Bakuséachi, Chinéachi y Narárachi, y caminaron más de 10 horas a la cabecera de Carichic, de donde se desplazaron a la capital del estado, marcharon hasta la Plaza Hidalgo, realizaron un ritual con danzas en memoria del asesor asesinado y leyeron un mensaje en voz de Valentín Chávez, presidente del comisariado ejidal de Baqueachi:

“Somos rarámuri, somos indígenas, tenemos derechos como todos los mexicanos y por eso estamos aquí para denunciar que tenemos 85 años de resistencia, de lucha constante por la defensa del territorio, de nuestras costumbres y tradiciones. Ocho décadas de constante peregrinar desde la sierra hasta los tribunales.

“No venimos a pedir korima (caridad), ni a que nos vean desde arriba; exigimos que nos entreguen las tierras que nos pertenecen de acuerdo a la ley y que se respete el fallo de los tribunales que nos han dado la tierra con la ley de los blancos, la misma tierra en la que nacimos, de donde somos y donde hemos estado siempre, mucho antes de que llegaran los mestizos”.

El papel desempeñado por la clase política de todo signo se ilustra en el Istmo de Tehuantepec, donde la alguna vez honrable Cocei propició y avaló, junto con los poderes fácticos del pri y los gobiernos federales panistas, la colonización extensiva con parque eólicos que tanto dañaron la región. Y hoy los ikoot y muchos binnizá se les plantan a las hordas ibéricas con todo y sus empleados por outsourcing, los policías, militares y comuneros corrompidos, para salvar la Barra de Santa Teresa, recuperar el territorio y la dignidad de los pueblos del istmo oaxaqueño. Mareña Renovables, la empresa, aunque esconda la mano, está detrás de los pistoleros que amagan a la resistencia.

En este amplio escenario, apenas esbozado aquí, poseen relevancia cardinal la guerra encubierta pero sostenida contra las comunidades rebeldes zapatistas en Chiapas y la reciente tormenta mediática y contrainsurgente sembrada contra las policías comunitarias de Guerrero (y ya encarrerados, las de Michoacán).

La lucha por el territorio, la libertad, la autonomía y la soberanía alimentaria termina en la nota roja. O en los tribunales supremos que como deidades severas dictaminan, aquejadas del estreñimiento crónico de su investidura, como si no guardaran relación con la corrupción generalizada del poder político.

Visto el devenir de las luchas indígenas en las pasadas dos décadas, parece improbable que, aún con todo lo mencionado, vayan a doblarse de manos. Ningún tribunal es “último” si no lo legitiman los pueblos.