Política
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Venezuela: el futuro inmediato
Hugo Chávez y yo
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Nicolás Maduro (derecha) jura como presidente encargado de Venezuela, junto al presidente del parlamento, Diosdado Cabello, y ante el féretro del presidente Hugo Chávez, el viernes pasadoFoto Xinhua
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na vez le pregunté si prefería a los enemigos que lo odiaban porque sabían lo que hacía, o a los que echaban espuma por la boca por pura ignorancia. Riendo, dijo que prefería a los primeros, porque lo hacían sentir que estaba en el camino co­rrecto. La muerte de Hugo Chávez no llegó por sorpresa, pero no por eso es menos difícil de aceptar. Hemos perdido a uno de los gi­gantes políticos de la era poscomunista. Ve­nezuela, cuyas élites estaban hundidas en corrupción en enorme escala, era considerada un enclave seguro de Washington, y en el otro extremo estaba la Internacional Socialista. Pocos pensaban en el país antes de las victorias de Chávez. Luego de 1999, todos los medios importantes de Occidente se sintieron obligados a enviar un corresponsal. Desde entonces todos han dicho lo mismo (se suponía que el país estaba al borde de una dictadura de corte comunista); habrían hecho mejor en unir sus recursos.

Lo conocí en 2002, poco después del fracaso del golpe militar instigado por Washington y Madrid, y después lo vi en numerosas ocasiones. Durante el Foro Social Mundial en Porto Alegre, Brasil, pi­dió verme y me dijo: ¿Por qué no ha estado en Venezuela? Venga pronto. Así lo hice. Lo que me atrajo fue su brusquedad y coraje. Lo que a menudo parecía un mero impulso en realidad había sido meditado cuidadosamente y luego, dependiendo de la respuesta, era agrandado por sus erupciones espontáneas. En un momento en que el mundo se había quedado callado, cuando la centro derecha y la centro izquierda tenían que batallar mucho para encontrar algunas diferencias y sus políticos se habían convertido en hombres máquinas disecados, obsesionados con ganar dinero, Chávez iluminó el panorama político. Parecía un buey indestructible, que hablaba durante horas a su pueblo con voz cálida y sonora, una feroz elocuencia que hacía imposible permanecer indiferente. Sus palabras tenían una pasmosa resonancia. Sus discursos estaban tapizados de homilías, de historia continental y nacional, citas del líder revolucionario del siglo XIX y presidente venezolano Simón Bolívar, pronunciamientos sobre el estado del mundo y canciones. A nuestra burguesía le avergüenza que cante en público. ¿A ustedes les molesta?, preguntaba a los que escuchaban. La respuesta era un no estentóreo. Entonces les pedía unirse al canto y murmuraba: Más alto, para que puedan oírlos en el oriente de la ciudad.

Una vez, antes de uno de esos mítines, me miró y me dijo: Se le nota cansado hoy. ¿Resistirá toda la tarde? Depende de cuánto tiempo vaya a hablar, respondí. Prometió que sería un discurso breve. Menos de tres horas.

Los bolivarianos, como se conoce a sus partidarios, ofrecieron un programa político que desafió al consenso de Washington y sus postulados de neoliberalismo en casa y guerras en el extranjero. Fue esa la razón principal de la denigración de Chávez, que continuará mucho después de su muerte.

Los políticos como él se han vuelto inaceptables. Lo que más odiaba era la desdeñosa indiferencia de los políticos convencionales de Sudamérica hacia su propio pueblo. La élite venezolana es notoriamente racista. Consideraba al presidente electo de su país ordinario e incivilizado, un zambo, mezcla de africano e indio, en quien no se podía confiar. Sus partidarios eran presentados como micos en las cadenas de la televisión privada. Colin Powell tuvo que dar una reprimenda pública a la embajada de Estados Unidos en Caracas por dar una fiesta en la que Chávez fue retratado como un gorila.

¿Eso le sorprendió a Chávez? No, me dijo con semblante sombrío. Yo vivo aquí, los conozco bien. Una razón por la que muchos nos alistamos en el ejército es porque otras avenidas están cerradas. Ya no. Él se hacía pocas ilusiones; sabía que los enemigos locales no bullen y conjuran en el vacío. Detrás de ellos actuaba el Estado más poderoso del mundo. Por unos momentos creyó que Obama sería diferente; el golpe de Estado en Honduras lo libró de esas nociones.

Tenía un puntilloso sentido del deber hacia su pueblo. Él era uno de ellos. A diferencia de los socialdemócratas europeos, nunca creyó que algún beneficio para la humanidad pudiera venir de las corporaciones y los banqueros, y lo dijo desde mucho antes del colapso de Wall Street en 2008. Si tuviera que ponerle una etiqueta, diría que era un socialista demócrata, muy apartado de cualquier impulso sectario y que repudiaba la conducta de varias sectas de extrema izquierda, obsesionadas consigo mismas, y la ceguera de sus rutinas. Eso me dijo la primera vez que nos vimos.

El año siguiente, en Caracas, le pregunté más a fondo sobre el proyecto bolivariano. ¿Qué se podía lograr? Fue muy claro, mucho más que algunos de sus partidarios, excesivamente entusiastas: “No creo en los postulados dogmáticos de la revolución marxista. No acepto que vivamos en un periodo de revoluciones proletarias. Todo eso debe revisarse; la realidad nos lo dice día con día. ¿Aspiramos hoy en Venezuela a la abolición de la propiedad privada o a una sociedad sin clases? No lo creo. Pero si me dicen que por esa realidad no podemos hacer nada por los pobres, por la gente que ha hecho rico a este país con su trabajo –y no olvidemos que parte de él fue trabajo esclavo–, entonces digo: ‘Aquí nos apartamos’. Nunca aceptaré que no pueda haber redistribución de la riqueza en la sociedad. A nuestras clases altas ni siquiera les gusta pagar impuestos: esa es una razón por la que nos odian. Dijimos: ‘deben pagar impuestos’. Creo que es mejor morir en la batalla que levantar un estandarte muy revolucionario y muy puro y no hacer nada… Esa postura siempre me ha parecido muy convenenciera, una buena excusa… Intentemos hacer la revolución, entrar en combate, avanzar un poco, aunque sólo sea un milímetro, en la dirección correcta, en vez de soñar en utopías.”

Recuerdo que una vez me senté al lado de una anciana de ropas modestas, en uno de sus mítines. Ella me preguntó acerca de él. ¿Qué me parecía? ¿Actuaba bien? ¿Hablaba demasiado? ¿No era demasiado áspero a veces? Lo defendí, y ella se mostró aliviada. Era su madre, preocupada de que quizá no lo hubiera educado bien. Desde niño procuramos que leyera libros. Esa pasión por la lectura permaneció en él. La historia, la ficción y la poesía eran los amores de su vida: “Como yo, Fidel es insomne. A veces leemos la misma novela. Me habla a las 3 de la mañana y pregunta: ‘Bueno, ¿terminaste? ¿Qué te pareció?’ Y nos pasamos otra hora alegando.”

Fue el conjuro de la literatura el que lo llevó en 2005 a celebrar el 400 aniversario de la gran novela de Cervantes en forma única. El ministerio de cultura reimprimió un millón de ejemplares del Quijote y los distribuyó gratis a un millón de hogares pobres, pero ahora alfabetizados. ¿Gesto quijotesco? No: la magia del arte no puede transformar el universo, pero puede abrir la mente. Chávez confiaba en que el libro sería leído entonces o después.

La cercanía con Castro ha sido descrita como una relación de padre e hijo. En parte es verdad. El año pasado se congregó una enorme multitud fuera del hospital en Caracas donde se suponía que el presidente se recuperaría del tratamiento contra el cáncer, y sus cantos se volvieron cada vez más ruidosos. Chávez ordenó colocar bocinas en la azotea y desde allí dirigió un mensaje a la multitud. Castro se quedó pasmado al observar esa escena vía Telesur en La Habana. Llamó por teléfono al director del hospital: Habla Fidel Castro. Deberían despedirlo a usted. Haga que vuelva a la cama; dígale que lo digo yo.

Acerca de esa amistad, Chávez veía a Castro y al Che Guevara en un contexto histórico. Eran los herederos en el siglo XX de Bolívar y su amigo Antonio José de Sucre. Trataron de unir al continente, pero fue como arar en el mar. Chávez se acercó más a ese ideal que el cuarteto al que tanto admiraba. Sus éxitos en Venezuela desencadenaron una reacción continental: Bolivia y Ecuador tuvieron victorias. Brasil, con Lula y Dilma, no siguió el modelo social, pero no dejó que Occidente lo confrontara con Venezuela. Los periodistas occidentales tenían una cantilena: Lula es mejor que Chávez. Apenas el año pasado Lula declaró que apoyaba a Chávez, cuya importancia para nuestro continente jamás debía ser subestimada.

La imagen de Chávez más popular en Occidente era la de un caudillo opresor. Si hubiera sido cierto, me gustaría que hubiese más de esos. La Constitución bolivariana, combatida por la oposición, por sus periódicos y canales de televisión y la CNN local, además de sus patrocinadores occidentales, fue aprobada por la gran mayoría de la población. Es la única constitución del mundo que prevé la posibilidad de revocar el mandato a un presidente por medio de un referendo basado en recolectar firmas suficientes. Consistente sólo en su odio por Chávez, la oposición intentó utilizar este mecanismo en 2004 para deponerlo. Aunque muchas de las firmas eran de personas fallecidas, el gobierno venezolano aceptó el reto.

Yo estuve en Caracas la semana anterior a la votación. Cuando me reuní con él en el Palacio de Miraflores, él revisaba las encuestas de opinión con gran detalle. Podría ser una elección cerrada. ¿Y si pierde?, le pregunté. Renuncio, respondió sin vacilar. Ganó.

¿Alguna vez se cansaba? ¿Se deprimía? ¿Perdía confianza? , respondió. Pero no fue por el golpe de Estado ni por el referendo. Lo que le preocupaba era la huelga organizada por los corruptos sindicatos petroleros y apoyada por las clases medias, porque afectaría a toda la población, en especial los pobres: “Dos factores me ayudaron a sostener mi ánimo. El primero fue el apoyo que conservamos en todo el país. Me cansé de estar sentado en mi oficina. Así que me salí con un guardia de seguridad y dos camaradas para escuchar a la gente y respirar un aire mejor. Su respuesta me conmovió mucho. Una mujer se me acercó y me dijo: ‘Chávez, sígame, quiero enseñarle algo’. La seguí a su diminuta vivienda. Dentro, su marido y sus hijos esperaban que se cociera la sopa. ‘Mire lo que uso de combustible… la base de la cama. Mañana quemaré las patas, luego la mesa, luego las sillas y puertas. Sobreviviremos, pero no se dé por vencido ahora.’ Cuando iba de salida los chicos de las bandas se acercaban a darme la mano. ‘Podemos vivir sin cerveza’, decían. ‘Acabe con esos hijos de puta.’”

¿Cuál era la realidad interna de su vida? El conjunto de inclinaciones emocionales e intelectuales de cualquier persona con cierto nivel de inteligencia, carácter y cultura no siempre es visible para todos. Chávez era divorciado, pero el afecto que profesaba a sus hijos y nietos jamás estuvo en duda. La mayoría de las mujeres que amó, y fueron bastantes, lo describían como un amante generoso, incluso mucho después de haberse separado.

¿Qué país deja atrás? ¿Un paraíso? Claro que no: ¿cómo podría serlo, dada la escala de los problemas? Pero deja una sociedad muy cambiada, en la que los pobres sienten que tienen una participación importante en el gobierno. No hay otra explicación de su popularidad. Venezuela está dividida entre sus partidarios y sus detractores. Murió invicto, pero las grandes pruebas están por venir. El sistema que creó, una democracia social basada en movilizaciones de masas, necesita avanzar más. ¿Estarán sus sucesores a la altura de la tarea? En cierto sentido, esa es la prueba final del experimento bolivariano.

De algo podemos estar seguros. Sus enemigos no lo dejarán descansar en paz. ¿Y sus partidarios? Ellos, los pobres del continente y de otras partes, lo verán como un líder político que prometió y entregó derechos sociales contra muchas adversidades; como alguien que luchó y venció.

*Tariq Alí es autor de The Duel: Pakistan on the Flightpath of American Power (El duelo: Afganistán en la ruta de vuelo del poder estadunidense). Se le puede contactar en [email protected]. Este artículo fue publicado originalmente en The Guardian y se reproduce con la autorización del autor.

Traducción: Jorge Anaya