Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 17 de marzo de 2013 Num: 941

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Hugo Gutiérrez Vega

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Hugo Gutiérrez Vega

En memoria del padre Ponce

El poeta y sacerdote Manuel Ponce nació en un poblado de Michoacán en 1913 y murió en México en 1993. Mucho tuvo que ver con su vida, su temple espiritual y su búsqueda de las bellezas de fondo y de forma en el alma y en la superficie del poema, su nacimiento en Michoacán, su infancia, adolescencia y juventud vividos bajos los cielos impecablemente azules, la vegetación virgiliana y los edificios de cantera rosa del Michoacán clásico, sereno, violento y contradictorio, y donde bebió de esas fuentes que alimentan “el jardín increíble”.

Quisiera, como introducción al comentario sobre una poesía personalísima y llena de raras perfecciones, incursionar brevemente en el tema de la poesía religiosa de México:

1. Ante todo y sobre todos, nuestra décima musa, Sor Juana Inés de la Cruz, cumbre del barroco hispanoamericano. Sus sonetos espirituales, su complejo “sueño”,  la inteligente respuesta al travestido obispo que se firmaba como Sor Filotea de la Cruz; sus villancicos, sus poemas de ocasión, su loa del auto sacramental de El divino Narciso... En todas estas obras lo humano y lo divino se dan la mano gracias al ingenio y la fuerza lírica de su autora.

2. Fray Miguel de Guevara y su inmortal soneto: “No me mueve mi Dios para quererte...” Con esto bastaría para asegurar su puesto en la historia de la poesía.

3. Algunos neoclásicos olvidables de cuyo nombre no pierdo tiempo en acordarme. Debo retractarme un poco para reconocer la labor traductora y divulgadora de los clásicos griegos y, sobre todo, latinos (Virgilio, Horacio y nada, pero nada de Catulo) de don Arcadio Pagaza (Clearco Meonio, en la Academia pastoril de Roma) y el señor Montes de Oca (Ipandro Acaico, en la Academia de los Árcades). Ambos señores de capa y de sortija, como decía el poeta chinaco.

4. Durante el modernismo, Amado Nervo mostró sus puntas y collares místicos teñidos de esoterismo y de orientalismo. Francisco González León fue un poeta de religiosidad profunda y siempre en crisis. (Nada dramático. Más bien un dolor sordo, un gemido discreto: “la vida es enigmática y artera y mi emoción es tan pequeña que...”). Pasaba algo parecido con la poesía de nuestro padre soltero, Ramón López Velarde, agobiada por dualidades funestas, pero despierta y alegre frente al misterio de lo femenino. Carlos Pellicer aprendió a rezar en el poema gracias a las manos y a la voz de su madre tan constante en la oración.

5. Concha Urquiza se dejó llevar por los brazos líquidos del mar de California y nos dejó un testimonio lírico de admirable perfección sobre su lucha con el ángel. Margarita Michelena fue otra buscadora de palabras precisas para expresar su lucha espiritual, y Guadalupe Amor en sus décimas y sonetos junta la sensualidad con el anhelo de perfección. Dolores Castro y Rosario Castellanos escribieron algunos poemas sobre sus diálogos con Dios. Lo mismo hicieron Alejandro Avilés, Xavier Peñaloza, Dolores Cordero y, sobre todo, Joaquín Antonio Peñaloza, cuyos primeros libros muestran una bella actitud franciscana y una observación de los abismos del alma humana. Recordemos, además, a los hermanos Méndez Plancarte, sus trabajos poéticos y su activo sorjuanismo.

6. El más dramático de los poetas religiosos del México en llamas fue el padre Alfredo R. Placencia. En sus poesía, la fe “débil y escasa” se desploma en la “noche oscura del alma”. Su sinceridad es estremecedora y su voz muy personal y, a veces, arbitraria. Gracias a Ernesto Flores podemos leer su obra completa. A su lado brilla, con luz tenue y la corrección de sus sonetos, un alma discreta y sabia, Francisco Alday.

7. El padre Ponce renovó la poesía religiosa de México. En todas sus obras se encuentran un diestro dominio de la forma, una incurable bondad, una gran capacidad de perdón y un gran amor por los “alimentos terrestres” entendidos como reflejo de la divinidad. Terminemos con un breve poema:

La venida del Espíritu Santo

Amor, no te conocía,
ni tampoco te creía,
hasta que tu fuego, amén,
me ha consumido recién,
¡y quién sabe todavía!

Laus deo pater Ponce.

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