Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 17 de marzo de 2013 Num: 941

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Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

La entrevista perdida
con John Lennon
(y Yoko Ono)

Tariq Alí y Robin Blackburn

Emily Dickinson vista por Francisco Hernández
Marco Antonio Campos

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Columnas:
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Verónica Murguía

Un problema muy viejo

En la Edad Media, esos teocráticos, analfabetos y violentos siglos, la Iglesia estaba en todas partes. El Papa era el hombre más poderoso de Europa, por lo que la tensión entre el papado y los príncipes era enorme. Cada disposición política era también una decisión religiosa. Los gobernantes buscaban ser legitimados por la Iglesia y el Papa vendía carísima su participación en las coronaciones. Cuando se rompía este equilibrio corrían ríos de sangre. Ay de quien protestara. A la hoguera.

Nadie se hacía ilusiones acerca de la naturaleza de los sacerdotes. En las literaturas de la época, desde el siglo V al XVI, el hombre de Iglesia suele aparecer como un individuo voraz, codicioso, fornicador y fraudulento; depredador de los inocentes y los crédulos. Por supuesto, por cada retrato de éstos y con frecuencia en el mismo libro, hay otro que describe a un ermitaño o un santo.

Desde los siglos primeros, quien buscaba el saber, el huérfano y el hijo segundo del señor, tenían que tomar los hábitos aunque no tuvieran un átomo de vocación. Georges Duby nos enseñó que “el prelado de aquel tiempo amaba la guerra y la caza, para no hablar de la libertad sexual, raramente reprimida en el mundo feudal”. Los obispos, sujetos más estrictamente que otros por el mandamiento que ordena no derramar la sangre del prójimo, se las arreglaron hipócritamente para guerrear armados con mazas.

En la Alta Edad Media, cuando el robo de reliquias se convirtió en un negociazo, eran bandas de monjes armados –que pedían caballos de refresco como un requisito a la hora de la entrega– quienes iban de tumba en tumba robándose fémures, lenguas y pedazos varios. Se suponía que era más seguro que fueran monjes quienes incurrieran en este especialísimo delito. Los laicos corrían más riesgo de ser fulminados por el fuego celeste.


Residencia papal

Me gustaría señalar que la veneración de reliquias no es una superstición sólo católica. Quien visite Sri Lanka podrá acudir al Templo del Diente, en Kandy. El diente, rescatado de la pira funeraria por un discípulo desobediente, se cree era de Buda, quien pidió expresamente que no se le adorara.

En el palacio Topkapi en Estambul, mi marido y yo vimos una enorme huella de Mahoma, impresa quién sabe cómo sobre una plancha metálica. El poeta Joseph Brodsky escribió una burlona crónica de esto. Yo sólo me pregunté qué relación tendría ese artefacto con los principios del islam, pues prohíben rigurosamente la veneración de objetos. El lector recordará que en años recientes el Mulá Omar, aquel jefe talibán, anduvo con un lienzo verde, la túnica del Profeta.

Además, la adoración de reliquias no es una afición exclusiva de gente mocha: en los países socialistas hay nueve políticos embalsamados, cuyos mausoleos se han convertido en lugares de peregrinación. Nueve. He leído que la actitud de la gente que acude a mirarlos es tan devota como la de quienes se pasman ante las reliquias religiosas. Los rusos se conmueven ante los despojos de Lenin; los chinos desfilan llorosos frente a la momia de Mao; los vietnamitas tiemblan ante el cuerpo de Ho Chi Min y, en Corea del Norte, es obligatorio inclinarse en una reverencia ante las momias de Kim Il Sung y Kim Jon Il.

Pero vuelvo a lo de la Iglesia y los hombres que conforman sus cúpulas, tan alejadas de los Evangelios, podridas de misoginia, homofobia y avaricia. El abuso de menores, que Cristo condenó explícitamente, debería ser asunto de los tribunales seculares. El Banco Ambrosiano tendría que estar sujeto a las mismas leyes que los bancos normales, que ya de por sí son una plaga infecta. No sé si nos tocará atestiguarlo, pero es hora de librar a los sacerdotes del voto de castidad, que tantas almas ha torcido.

En lugar de ir detrás de quienes usan condón, de los teólogos de la Liberación, de las monjas que apoyan el aborto, los obispos tendrían que excomulgar a quienes matan y trafican con armas; a los que se enriquecen con el trabajo de los pobres y a los políticos, en lugar de ir a jugar golf con ellos. Hasta arriba, entre los importantes, hay pocos como el padre Solalinde o el obispo Vera. Ha de ser porque ellos, que están comprometidos con el mensaje de Cristo, están muy ocupados con los pobres y no tienen tiempo de hacer política.

El lema de los cartujos dice “La Cruz constante mientras el mundo cambia.” Pero me temo que si la Iglesia no cambia, la Cruz se ocultará tras un velo de suciedad.