Opinión
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Torre de Babel
F

ebrero de 2013, inicio del nuevo gobierno federal, ya en pleno siglo XXI, el Estado mexicano no sabe qué hacer con la educación. El secretario del ramo, Emilio Chuayffet, declaró sin reservas: “No hay una visión de conjunto de lo que queremos que sea el sistema educativo… la SEP es una torre de Babel”. Este insólito reconocimiento contrasta con la seguridad que, desde la Independencia, mostraron los gobernantes mexicanos al expresar sus convicciones acerca de lo que debería ser la educación en nuestro país.

Esa declaración tiene gran importancia porque no es una ocurrencia inopinada del secretario, sino expresión fiel del desconcierto (por decirlo de alguna manera) de quienes dominan este país, respecto de las funciones de la educación. No tienen duda acerca de lo que debe ser la educación de las elites (educación de excelencia, moderna, que forme profesionales competitivos), pero no pueden formular una visión de conjunto de lo que quieren que sea el sistema educativo porque la educación del pueblo les representa una grave contradicción: su diagnóstico (interesado, insidioso) es que los problemas del país se originan en la falta de educación de la gente, y que el pueblo debe ser educado; pero hoy es patente que en el país hay millones de personas sobre educadas para los estrechos espacios que conceden el mundo laboral, el político y el cultural.

Desde la Independencia, el Estado mexicano –reflejando la ideología de la burguesía en penoso ascenso– asumió que el atraso del país obedecía a la falta de educación del pueblo (vicioso e inepto) y que el progreso sería resultado de una educación que hiciera a los hombres virtuosos, instruidos y laboriosos. Esta definición acerca de las finalidades de la educación, compartida por diversas corrientes políticas, prevaleció durante poco más de 120 años; a principios de la cuarta década del siglo XX, con el impulso de importantes movimientos sociales, fue remplazada por la educación socialista, que concebía a la educación del pueblo, concretamente la de los trabajadores de la ciudad y del campo, como la preparación para asumir un papel protagónico en una anhelada y presumiblemente pronta sociedad socialista. Como ideología del Estado mexicano este planteamiento duró muy poco (menos de 10 años), al arribo de Ávila Camacho al poder fue remplazado por una ideología claramente economicista: la educación debería formar los recursos humanos necesarios para el desarrollo económico. Para ello, con su brazo corruptor y represor (el SNTE), el Estado tomó el control total de la educación, marginó a las corrientes progresistas de maestros que habían promovido estupendos proyectos en los años previos y realizó inútiles estudios de previsión de necesidades de mano de obra para ajustar a ellas el desarrollo del sistema educativo.

Sin lograr la formación de un sistema educativo integral, nacional, que respondiera a cada una de esas ideologías, el Estado impulsó planes, leyes, instituciones y programas que se fueron superponiendo unos a otros. De todos ellos encontramos hoy restos, en algunos casos reliquias, que componen lo que con razón al secretario le pareció una torre de Babel. Un renglón para el cual el Estado mexicano no ha logrado definir un proyecto mínimamente coherente y sólido es el de la llamada educación indígena.

A finales de los años 70 del siglo pasado empezó a hacerse evidente la incapacidad del sistema capitalista para incorporar al aparato productivo a una parte cada vez más grande de la fuerza de trabajo, incluso de la fuerza de trabajo calificada y altamente calificada. Este problema afecta no sólo a nuestro país, sino al sistema mundo en su conjunto: el desempleo es calamidad que azota a Europa, a Estados Unidos, a África, a Latinoamérica, incluso a Asia. Este fenómeno, además, no es una situación transitoria que pueda resolverse con más inversiones nacionales o extranjeras, o con ferias del empleo, ni con reformas al sistema educativo; es una condición estructural del capitalismo que impone en la producción, tanto de bienes como de servicios, la reducción de los gastos en mano de obra mediante la aplicación de tecnología automática, la incorporación de la energía de la naturaleza (a la que le fija precios según su conveniencia) y la sobrexplotación del trabajo reduciendo los salarios a niveles de sobrevivencia.

En estas condiciones, concebidos los seres humanos como mano de obra, la educación no solamente carece de sentido: es disfuncional, peligrosa. Algunas medidas que se han tomado en varios países para evitar el creciente desfase entre la educación y las restricciones del mercado de trabajo consisten claramente en el empobrecimiento de la educación, en la sustitución de las instituciones escolares por la educación en línea o la franca corrupción que consiste en regalar títulos y certificados escolares que no están respaldados por una auténtica educación. Por supuesto, las nuevas tecnologías de información pueden ser un instrumento formidable de apoyo a la educación, pero eso requiere elaborar proyectos sólidos y responsables, que se combinen con la interrelación de maestros y estudiantes en comunidades de aprendizaje, y evitar que esas nuevas tecnologías sean usadas como subterfugio para eludir las responsabilidades del Estado en el desarrollo y sostenimiento de la educación.

Para salir de la torre de Babel es indispensable realizar un amplio trabajo de análisis y discusión de la problemática educativa, empezando por los fines y función social e individual de la educación. Para ello, es urgente que la SEP se sacuda el tutelaje de los economistas y banqueros de la OCDE, que aproveche el conocimiento acumulado de muchos estudiosos, grupos de trabajo e instituciones de nuestro país, especializados en educación y otras disciplinas y, sobre todo, que incorpore la experiencia y los proyectos del magisterio mexicano.