Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 24 de marzo de 2013 Num: 942

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Descolonizar la literatura colonial
Rodolfo Alonso

Adiós a Rubén
Bonifaz Nuño

José María Espinasa

Tripitaca
Alberto Blanco

Un viaje a Madrid
Juan Ramón Iborra

España en crisis: espejo para neoliberales
Xabier F. Coronado

Un filósofo
Vilma Fuentes

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Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
La Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


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Hugo Gutiérrez Vega

Lángara y el niño republicano

Para Josetxo y para Héctor Vega, la Pepsi, maestro de la marunga china

Siendo muy pequeño me tocó ver, en el campo del Club Oro de Guadalajara, el gol que el arquero del Oro, Heredia (argentino fortachón y compadrito) le metió al desventurado portero del Tampico, el apuesto y despistado Tarzán Landeros. El balón surcó los cielos, cambió de rumbo debido al golpe de una ráfaga de aire tapatío y, el muy hipócrita, se le escurrió entre las piernas al inconsolable Tarzán. Estamos hablando de 1945 o de 1946 (tomaría muy a mal que uno de mis lectores ululara e hiciera aspavientos) y yo era habitante de “la perla de occidente” y seguidor entusiasta del Club España, un equipo casi invencible formado en su mayoría por jugadores de la mítica selección vasca que, girando por las Américas y sorprendida por la Guerra civil y la temprana caída del país vasco, prefirieron quedarse en América. Sin duda que enriquecieron nuestro futbol y crearon una comunidad vasca de la que formaban parte algunos notables pelotaris, como Paco Berrondo, Ibarlucea y los ilustrísimos Pistón y Guara, estrellas de todos los frontones de jai alai del mundo. Alguna vez vi comer a Paco Berrondo en El Horreo de la Alameda Central (iba a esa fonda y al Centro Vasco). Con asombro observé cómo devoraba dos chuletones rotundos acompañados de crujientes papas fritas. Terminó su piscolabis con un huachinango monumental guisado en salsa verde (las pequeñas almejas eran deliciosos escollos en el mar de la salsa). Mi padre lo saludó y el jovial pelotari nos invitó un plato de cuajada que parecía recién llegada de un establo de Donostia.

El Club España ganaba todos los campeonatos con pasmosa facilidad. Sólo el Asturias, el Necaxa y el Atlante lograban enfrentarlo con fuerza y dignidad. Recuerdo la alineación de los eternos campeones: Sanjenís en la puerta; Cilaurren y Aedo en la defensa; José Antonio, Fernando García y Cubanaleco en la media, y la poderosa delantera estaba compuesta por Quesada (un tico gordito que corría como un gamo), Irarragori (el famoso Chato), el legendario Isidro Lángara (setenta goles en un campeonato), Moreno (el más ilustre de los interiores argentinos) y el mexicano Septién, especialista en pases largos y precisos. La mayor parte de los jugadores vascos –hay que añadir a los que actuaban en otros equipos: Urquiaga (un espectacular portero bastante obeso), Iborra (un chaparrito de notable agilidad); los Regueiro y otros más se quedaron en México. Iba con mi padre a celebrar los triunfos del España a la Peña Montañesa, el restaurante de Modesto Gutiérrez que preparaba un cocido digno de una fonda de la Cabuérniga. Enfrente se abrían las ventanas del Club Asturias. Se armaba la gritería y, de repente, se hacía el silencio y, entre los vivas al España y al Asturias, se escuchaba la voz de un niño que gritaba con fuerza y pensando en su abuelo, el último alcalde republicano de Puente Viesgo: “¡Viva la República! ¡Viva mi Abuelo!” Se paraba la gritería y las cabezas cantábricas se inclinaban sobre el cocido y las fabes con almejes. España (las dos Españas) se hundía en el silencio, pero vibraban en el aire los vivas a Lángara y el grito del pequeño republicano.

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