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Persistencia del miedo
H

ace un año y unos días (el 8 de marzo de 2012) publiqué en este diario un artículo titulado Ante la opción de muerte y miedo. Ahí destaqué que Pedro Joaquín Coldwell, entonces presidente del PRI, había dicho: No queremos otro sexenio de muerte y miedo. El pasado 5 de marzo se reunieron en el Distrito Federal el vicepresidente de Estados Unidos, Joe Biden, y Enrique Peña Nieto. Éste se comprometió con el estadunidense a continuar y mantener la lucha contra el crimen organizado, dando a entender que lo único que diferenciaría su estrategia de la de Felipe Calderón es que la suya sería más eficaz.

La eficacia no la hemos visto por ningún lado. Sanjuana Martínez escribió en Sinembargo.mx (7/1/13) que en los primeros 32 días del gobierno de Peña Nieto la cifra de muertos había llegado a mil. Y añadió que si en el primer mes de gobierno de Calderón se registraron 92 asesinatos, Peña los superó ampliamente. Unos días después de la nota de Sanjuana, se mencionaron 42 muertos en el DF y el estado de México entre el 12 y el 15 de enero. Y así han seguido apareciendo en las noticias nacionales y locales, a veces 30, a veces 45, a veces 15, etcétera.

Un fracaso completo. Seguimos entre el miedo y la muerte y los gobernantes nos tratan de infundir esperanza diciendo que para 2014 las cosas mejorarán. Por lo pronto, para no espantar al turismo en la llamada Semana Santa, se ha dicho que se redoblará la vigilancia en los sitios turísticos y en zonas de diversión nocturna. Uno se pregunta por qué sólo en sitios turísticos y en periodos vacacionales, si todos los días tenemos que ir a trabajar, de compras, a un café o un banco, a una reunión social, al cine, etcétera.

En este mes, 114 días después de la toma de posesión de Peña Nieto, se anunció que se repartirán 2 mil 500 millones de pesos en estados para prevenir delitos. No serán para todos los estados ni para todas las ciudades, pero sí para aquellos en los que se ha detectado un mayor índice de delitos. Roberto Campa Cifrián, responsable del plan preventivo, ha dicho que el dinero será aplicado donde está la violencia y que será entregado en dos partes, la primera el 15 de mayo y la segunda el primero de septiembre. Este dinero, se entiende, es complementario al que se les otorgará a las entidades federativas desde el gobierno federal. Y mientras, seguiremos mordiéndonos las uñas.

El médico Manuel Mondragón y Kalb, comisionado nacional de Segu­ridad Pública, anunció el 21 de marzo que el objetivo del gobierno es tener un país más tranquilo y que la policía federal no se ha replegado ni se ha paralizado. Lo que ha cambiado, añadió, es el esquema de operación en el que cada institución involucrada se hará responsable de sus hombres (¿antes no?). Quizá para tranquilizarnos anunció también que en los próximos seis años (sí, seis años) la Policía Federal crecerá a 60 mil efectivos y la gendarmería nacional contará con 40 mil integrantes. En sus cuentas llevamos, dijo, 14 por ciento menos homicidios en relación con los tres años anteriores. ¡Un gran alivio! El gran problema es que cualquiera de nosotros puede estar en la lista de los porcentajes que no han disminuido. El mismo día que Mondragón hacía sus cálculos y previsiones hubo 19 asesinatos ligados con la delincuencia organizada ( La Jornada, 22/03/13).

Es claro que el flagelo de la inseguridad pública no se puede acabar de la noche a la mañana, y nadie lo ha considerado así, pero el problema tampoco se generó de un día a otro. Fue el avispero que sacudió Felipe Calderón, abonado con descabezamientos sin ton ni son de jefes de criminales, provocando el surgimiento de nuevos jefecitos, en general más violentos y sanguinarios que los anteriores y, desde luego, luchando por el control de plazas que, gracias al panista ahora en Harvard, quedaron en dispu­ta. ¿Dónde estaba el Congreso de la Unión durante el sexenio pasado? ¿Y la Suprema Corte de Justicia de la Nación? ¿Ninguno de estos dos poderes podía ponerle límite al Ejecutivo al obligar a las fuerzas armadas a actuar sin base legal de ningún tipo? Calderón la llamó lucha después de haberla calificado de guerra contra el crimen organizado, quizá porque alguien le hizo ver que no podía ser una guerra pues para ésta requería del acuerdo del Congreso, pero de que se trataba de una guerra no hay duda. ¿Por qué el Congreso no exigió que se detuviera, y por qué la Corte no dijo nada sobre la inconstitucionalidad de los actos del Ejército y de la Marina contra los particulares y sus bienes?

Continuidad le ofreció Peña al vicepresidente estadunidense, y ya la estamos viendo, aunque entendamos que cambiar el esquema no se puede hacer, repito, de un día para otro. Se ha dicho que una estrategia que podría disminuir la criminalidad en el país es disminuir la pobreza, pero esto es algo que se repite sin demasiado sustento real. José Natanson ( Brecha, Montevideo, 8/3/13) escribió que Caracas se ha convertido, gracias a las políticas de Hugo Chávez, en una ciudad más igualitaria que hace 10 años, y sin embargo es ahora más peligrosa que Río de Janeiro. Si la ecuación mayor pobreza=mayor criminalidad fuera cierta, la inseguridad pública de México sería peor en otros muchos países, e incluso en zonas de México más pobres que Tamaulipas, Nuevo León, Chihuahua, etcétera, y no es así.

No soy experto en el tema, pero si un ciudadano se siente, como muchos, inseguro en su propio país y en una ciudad donde matan a la gente para robarle su vehículo, algo de lo ofrecido no está funcionando ni es eficaz. ¿Habrá alguna solución que no hemos imaginado, o tendremos que esperar a que funcionen las policías de mando único y la gendarmería nacional? Puede ser, pero el presente no es estimulante.

rodriguezaraujo.unam.mx