Opinión
Ver día anteriorSábado 30 de marzo de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Nuestro tiempo, un banco y una sonrisa
E

n la ciudad de México, a pesar de los aumentos en los pasajes, de los gasolinazos y el tránsito, los vecinos tenemos innumerables privilegios y disfrutamos de muchas ventajas; aquí hay de todo y no voy a enumerar sus bellezas ni su primacía política, cultural y recreativa, ni las cualidades de sus habitantes, casi siempre civilizados y hospitalarios, todo lo doy por sabido, pero quiero destacar un costo de carácter sociológico que debemos de cubrir a cambio de esas bondades y privilegios.

En nuestra ciudad tenemos que dedicar cada vez más tiempo a esperas, antesalas, colas, horas perdidas con una ficha en la mano, aguardando turno o, dóciles, avanzando lentamente en las filas que dan vueltas y más vueltas, delimitadas por cintas suspendidas de pequeños postes, que nos hacen caminar en orden y pacíficamente, que tienen algo de corral de matadero, lo mismo en aeropuertos que frente a taquillas de cines y otros lugares a los que acudimos en masa.

Estamos pagando el tributo del hacinamiento y de la modernidad que crea reglas y protocolos para todo; hoy me referiré a un caso que sufrí la semana pasada y que es una manifestación más de este fenómeno; me sucedió por tener en un banco nacional, pero extranjero, una modesta cuenta de cheques y por haber sido hace ya algún tiempo funcionario público. Sucede que según se me explicó, sigo catalogado como figura pública y por tanto sujeto al mismo tiempo de atención especial y de sospechas.

Se trata, se me dijo, de cumplir con la actualización de datos que permite o exige a los bancos un artículo 115 de no se que ley, por el cual debo acreditar una y otra vez que existo, que no he cambiado de domicilio y que no tengo que ver nada con lavado de dinero. Para ello me vi obligado a llenar unos formatos mal redactados y confusos, quizás traducidos torpemente del inglés; requerían mi firma y tuve que aguardar frente a una ventanilla un tiempo indefinido y volver en dos ocasiones más.

Para no hacer largo el cuento, diré que es una experiencia que yo catalogaría como kafkiana benévola, que permite a los bancos martirizar a sus clientes por conducto de empleados, a su vez martirizados por sus jefes de patio, a su vez martirizados por gerentes, a su vez martirizados por subdirectores, éstos por los directores y los directores por sus consejos de administración, también compelidos por Hacienda y hasta ahí llego yo, la cadena de víctimas y verdugos probablemente sea más larga.

Los bancos que conocí a mediados del siglo pasado eran instituciones paternales, algunos empleados llamaban papá banco a la respetable institución en la que presté, por cierto tiempo, mis servicios; papá banco porque cada quincena teníamos el cheque puntual y sí necesitábamos un automóvil, el banco prestaba para comprarlo y sí queríamos sentar raíces, te daba una hipoteca para vivienda, proporcionaba un deportivo decente, pero sin campo de golf, había comedores, servicio médico de primera y, en cada piso, baños blanquísimos y olorosos a jabón.

Pero pasó el tiempo, vino la nacionalización, después la desnacionalización y finalmente la venta en ganga a capitales extranjeros y todo cambio; pasó a la historia la vieja banca que consentía a sus empleados y quería de veras a sus clientes, quedó atrás el principio de que el cliente siempre tiene la razón y hoy nunca la tiene, pero eso sí es siempre candidato a comprador de algún servicio que hay que venderle a toda costa.

La modernidad despersonaliza a empleados y clientes y los convierte en sujetos susceptibles de proporcionar más ganancias al capital, y a la vez sujetos de sospecha y espionaje para ver sí el posible pillo no anda en malos pasos como la Gordillo. (Rima involuntaria).

A pesar de todo, la mala experiencia, la pérdida de tiempo, ser sujeto de discriminación y de sospechosismo, esta vez se salvó gracias a la serena y bella sonrisa de la joven que me atendió y que tuvo que batallar con el sistema que estaba muy lento y conmigo que por momentos me ponía malhumorado y crítico.