Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 31 de marzo de 2013 Num: 943

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

H.G. Oesterheld: imaginación versus poder
Hugo José Suárez

En el café
Juan Manuel Roca

Lluvia
Efraín Bartolomé

La escritura, antídoto contra la muerte
Adriana Cortés Koloffon entrevista con Vicente Quirarte

Presupuesto cultural: primer año, primer recorte
Víctor Ugalde

Sociedad de la comunicación y sociedad política
Sergio Gómez Montero

De Ratzinger a Bergoglio: luces y sombras
Juan Ramón Iborra

Dos poemas
Stavros Vavoúris

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Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
Núm. anteriores
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Análisis de lo inmediato

Ricardo Guzmán Wolffer


México como problema. Esbozo de una historia intelectual,
Carlos Illades y Rodolfo Sánchez (coordinadores),
Edit. Siglo XXI/UAM,
México, 2012.

Con esta colección de ensayos sobre el México que vemos y el que nunca veremos, se retoma una tradición literaria: el ensayo sobre el ensayo. A partir de dieciocho ensayos destacados, sendos autores contemporáneos revisan, primero, si aquello que se pensaba sobre México hace algunas décadas aún funciona, y, segundo, cómo sirve para comprender hoy a nuestro país y eso que llaman lo nacional, lo mexicano. Nombres destacados: Mariano Otero (cuya fórmula para el juicio de amparo está próxima a desaparecer), Andrés Molina Enríquez, José Revueltas, Daniel Cosío Villegas, Octavio Paz, Luis Villoro, Alfonso Reyes, entre otros, son revisados en sus personales visiones del México del siglo XX. Algunos no salen muy bien parados, pero el ejercicio mismo de la reconsideración es ya una aportación al género del ensayo.

Cada texto tiene material suficiente para comentar, así que mencionaremos sólo algunos temas. Quizá hablar del escritor Revueltas suene fuera de contexto, al lado de analistas como Reyes, pero la obra de Revueltas conlleva un análisis directo de la sociedad de su tiempo. Como el resto de la obra de Revueltas, hay una visión directa. En 1958 escribía sobre cómo la izquierda opositora, cuando es consecuente con sus postulados, es la única vía para contrarrestar los excesos del poder. Ya Revueltas se pronunciaba sobre las alianzas no escritas para mantener el poder; cómo los poderes oficiales se sirven y sirven a los no oficiales. En varios ensayos se advierte cómo el sector empresarial termina por ser una suerte de oposición con la cual el Estado debe pactar para la continuidad de los proyectos comunes. Una situación que en varios proyectos contemporáneos de leyes se ha evidenciado, especialmente en el sector de las telecomunicaciones. Eso nos lleva, como se expone en el texto, a la división de la democracia nominal, formal, contra la práctica. Tiene décadas el conflicto entre el discurso de la igualdad de derechos electorales y la limitación para acceder a los mismos. Estamos hoy en un país formalmente más democrático, pero más injusto, con una inocultable extrapolación de la riqueza.

Otros temas fundamentales tocados en esta recopilación son el concepto de lo mexicano y cómo los indígenas, supuestamente parte innegable de la mexicanidad, terminan por ser los menos favorecidos en el modelo económico. Siempre brillante se recuerda al maestro Villoro para recordar cómo la injusticia y la disparidad inician con la negativa a integrar la multiculturalidad: el doble discurso presente en lo público y lo privado, evidencia de continuidad en el desfase. Se enarbola lo mexicano y se cae en la “mexicanada”, como refería despectivamente Reyes a todo aquello que es “folclórico o pintoresco”: lo externo no es lo netamente mexicano.

Una colección de escrutinios que logran su objetivo: revivir a algunos clásicos.


El fin de una forma artística

Raúl Olvera Mijares


La muerte de la tragedia,
George Steiner,
FCE-Siruela,
México, 2012.

Un tema recurrente en la historia de la cultura, en general, y de las letras, en particular, es el eclipse de la forma dramática más alta que haya conocido la humanidad: la tragedia. Publicado originalmente en fecha tan temprana como 1961, bajo el título The Death of Tragedy, el volumen ni siquiera cubre a autores como Sartre, Camus y Beckett, por parecerle al crítico que estos dramaturgos pretendían varias cosas por medio del juego escénico, los franceses con una marcada inclinación por ilustrar sus ideas filosóficas y el irlandés asimilado en Francia con una fijación por la tristeza cósmica, el antiteatro y el guiñol metafísico. Ninguno de ellos, sin embargo, colocaba al hombre frente al abismo, la imposibilidad absoluta de la justicia, el diálogo, la redención, incluso la misericordia, privaciones todas que conforman ese extraño universo trágico tal cual quedó ejemplificado en las inmortales obras de Esquilo, Sófocles, Séneca, Shakespeare, Calderón, Racine, Schiller, Grillparzer, Georg Büchner, Frank Wedekind o Bertolt Brecht.

Por un intervalo de tiempo considerable, un poco más de dos milenios, desde el florecimiento de la tragedia ática en el siglo V antes de la era cristiana hasta el siglo XVII, la forma habitual de las obras de teatro de tono grave y profundo era el verso. Fueron los primeros humanistas entre los griegos, preponderantemente un historiador, Tucídides, y un filósofo, Platón, quienes abandonaron la forma métrica de la poesía para deslizarse por los en ocasiones hirsutos collados de la prosa, una suerte de deformación del pensamiento que hacía comparecer la realidad, cotejándola, interrogándola, invocándola en su propia defensa. La novela ha pretendido, valiéndose de la prosa, explorar el lenguaje, darle profundidad y fijarlo en formas canónicas, virtudes antes exclusivas de la poesía. Rabelais y Sterne llegaron a una rara amalgama entre prosa y verso en algunas de sus obras. Fueron los pioneros, cuya huella desembocará en el llamado poema en prosa, con exponentes tan notables como Lautréamont, Rimbaud y Joyce.

Fiel a su oficio de crítico literario y experto en literatura comparada, George Steiner vuelve a deslumbrar al lector en español con la claridad de sus ideas, la finura de su erudición y sus puntos de vista. Se antojaría conocer la opinión del ilustre ensayista y crítico acerca de Eugène Ionesco, Jean Genet, Bernard-Marie Koltès, Harold Pinter, David Mamet, Thomas Bernhard, Peter Handke, Heiner Müller y otros autores que obviamente en los años sesenta se encontraban aún activos pero que no se mencionan ni por pienso. Ha transcurrido un poco más de medio siglo desde que se escribió el volumen. El lector no se cansa de seguirle los pasos a George Steiner, polemista nato, defensor a ultranza de la calidad estética y espíritu capaz de armonizar ramas del quehacer humano en apariencia irreconciliables, como serían las bellas letras y las ciencias.


Poesía de la percepción

Ricardo Yáñez


Palabra el cuerpo,
Luis Tovar,
Ediciones del Ermitaño,
México, 2012.

“El pintor ‘aporta su cuerpo’ –dice Valéry–. Y en efecto, no se ve cómo un Espíritu podría pintar. Es prestando su cuerpo al mundo que el pintor cambia el mundo en pintura. Para comprender esas transustanciaciones hay que reencontrar el cuerpo operante y actual, que no es un pedazo de espacio, un fascículo de funciones, sino un entrelazado de visión y movimiento.” Cambiemos en la cita (de Maurice Merleau-Ponty) pintor por poeta; pintar por escribir (dictar, esto va para la diversidad de creyentes en lo metafísico, es otra cosa) y pintura por poesía, y veremos algo que no suele verse de manera inmediata en el oficio de escritor: el cuerpo escribe. Parafraseando un decir de Vicente Quirarte que creo ya he citado en el pasado, escribir es vivir con todo el cuerpo. En el poema final del libro que comentamos se lee: “Sólo la voz me pertenece/ Soy letra y soy vocablo/ El resto es mundo”, esto después de: “Cuerpo de palabras… Lo único que tengo.” No está de más recordar el título del poemario: Palabra el cuerpo, frase contundente, unitaria, casi sentenciosa. Debo confesar que desde que tuve en mis manos el volumen de la colección La furia del pez, que entiendo ha publicado a diez autores de relevancia, me vino a la mente el nombre del filósofo francés, quien, glosado por Luis M. Ravagnan, advierte que “tener un cuerpo es unirse a un medio definido y estar permanentemente comprometido con él”, y que considerado fenomenológicamente, puesto que somos cuerpo, “somos una manera de encarar el mundo, hacer que el mundo sea de tal naturaleza y no de otra”. Ya que hemos deslizado el concepto fenomenología, deslicemos otro: percepción. Y de ese modo regresemos al texto que nos ocupa: en tanto que poeta (el autor es un prosista fluido y penetrante, pero acá nos referiremos sólo al aspecto lírico), Luis Tovar es un perceptor. Confío en esa actitud, mejor: disposición. Una preceptiva sin perceptiva de poco sirve. De exagerar en el juego de palabras diríamos: carece de perspectiva. “He de vivir en mí toda la vida”, reconoce Tovar en perfecto metro endecasílabo aun cuando en un poema de verso libre, para luego anotar: “Fiel a mis costumbres/ Paso un dedo por el polvo acumulado/ sobre el cristal de la ventana/ Donde miro un árbol sólo un poco/ menos inmóvil que mi pensamiento” (perdón por la distracción: otro endecasílabo logrado). Y en otra parte cuenta: “He visto mojarse/ De lluvia/ Perros vacas palomas/ Con la dignidad/ La parsimonia/ Del árbol enhiesto/ La montaña impasible/ Sin agacharse/ Como los hombres/ A las primeras gotas.” Pero la percepción no es sólo de lo exterior. Echemos rápido y último ojo a la página 53: “Dejo de pensar/ En las personas que conozco/ Lo que sucedió este día/ Lo que no hice y lo que hice/ Permanezco un instante/ Rodeado de silencio interno/ Me siento sin mí/ Me siento mejor/ Me siento bien/ Regresa el mundo/ A mis ojos ahora limpios/ Todo es claro/ También oídos adentro/ El ruido de la razón/ Se interponía/ Entre mí y el infinito/ Que no soy del que soy/ una pequeña parte.”


Entre el bien y el mal

Jorge Alberto Gudiño Hernández


Los reflejos y la escarcha,
Ignacio Padilla,
Páginas de Espuma,
México, 2012.

Basta con repasar los catálogos de las editoriales mexicanas o las mesas de novedades para descubrir que ser cuentista no puede ser un buen oficio. Tras la época gloriosa de este género en las letras latinoamericanas, pocos son los que se atreven a apostar a su favor. Es cierto, muchos narradores se han iniciado con cuentos. Su brevedad suele ser un factor determinante a la hora de hacer ensayos en torno a la escritura. Pocos son, en cambio, los escritores consagrados que se siguen refugiando en el género. La industria del libro es la principal responsable. Sucede que el cuento se vende menos que la novela. Entonces, muchas editoriales han decidido sacar de sus catálogos al género. Peor aún: las que continúan suelen presionar a los escritores para publicar los libros a partir de su extensión y no respondiendo a la composición e integridad de los mismos. De ahí que resulte tan extraño encontrarse a un autor en franca defensa del cuento.

Ignacio Padilla (Ciudad de México, 1968) se ha tomado las cosas con calma. Se sabe cuentista pese a sus ensayos, novelas e incursiones en otros géneros. No sólo eso. También sabe que los cuentos se escriben con calma y tiempo. Esto bien podría significar el desespero de algún editor, pero ha encontrado cabida en Páginas de Espuma, una editorial dedicada al género. Así que escribe pensando no sólo en el relato en turno, sino en el conjunto completo. De ahí que, ahora presenta el tercer volumen de su Micropedia. El primero se ocupó de los viajes, el segundo de las mujeres. El pretexto del actual son los hermanos.

Más allá de las implicaciones biológicas, los hermanos se configuran a partir de sus experiencias, de haber vivido situaciones similares en momentos clave de sus vidas. Por eso Padilla no sólo da cuenta de lo consanguíneo, también aparecen cofrades, compañeros de armas y de penurias. Para ser parte de una fraternidad a veces sólo basta la coincidencia.

Es de estas coincidencias, cercanías, traiciones y desprendimientos que da cuenta Los reflejos y la escarcha. Lo hace con un manejo envidiable del idioma, de la construcción prosística, de los efectos de las palabras. Lo hace a partir de mundos oscuros en los que habitan personajes perversos. Lo hace, además, abrevando en diversas tradiciones cuentísticas: ya sea que incorpore elementos propios de lo latinoamericano, ya que se decante por otros provenientes del mundo anglosajón.

Es cierto: que la industria editorial no publique cuentos se debe a que cada vez hay menos lectores del género. Por eso se agradecen estas incursiones. Ignacio Padilla no ofrece una antología de lo que ha escrito en los últimos veinte años. Al contrario, su libro es parte de un proyecto que se justifica en sí mismo, sin improvisaciones. Consciente, como pocos autores, del compromiso que se adquiere cuando se decide optar por la literatura.



Dos veces intro. En la carretera con Patti Smith,
Michael Stipe,
Sexto Piso,
España, 2012.

“Había una vez una chica que, ante todo, se sentía sola. Diferente, extraña, sintiendo que nadie se dirigía a ella, o a los de su clase. Encontró refugio en alguien de un lugar lejano que se aventuró a salir y habló. Esta misma chica encontró su propia voz y su propia fuerza y se aventuró a salir y hablar por sí misma.” Esa chica, huelga decirlo, es la propia Patti Smith hablando de sí misma como lo hace todo aquel que se sabe Uno pero, al mismo tiempo, se intuye Múltiple… o quizás exactamente al contrario, como bien puede certificarlo este volumen que, aun firmado por Stipe, en realidad es el fruto colectivo de varias voces, plumas y miradas: las de William s. Burroughs, Oliver Ray, Paul Williams, Jutta Koether, Tom Verlaine, Thurston Moore, Jem Cohen, Lisa Robinson, Jenny Kaye, Kim Gordon, Frances Yauch y, por supuesto, Stipe y la letrista/compositora/fotógrafa cuyo mítico regreso a los escenarios dio el pre-texto para un libro –éste– inclasificable por misceláneo, diverso y polivalente. Es decir, como la propia Patti Smith. Originalmente publicado hace quince años, ahora traducido por Raquel Sevilla Guillén, Dos veces intro… es el retrato de algo que bien podría definirse como una resurrección asistida: la de Smith, que luego de dieciséis años de silencio volvió a pisar un escenario, de la mano de Bob Dylan y, lo afirma ella, con la indubitable presencia de Fred Sonic Smith.



Septiembre. Zona de desastre,
José Hernández y Fabrizio Mejía Madrid,
Sexto Piso,
2013.

Quien lo vivió lo sabe: el terremoto que sorprendió a Ciudad de México a las 7:19 de la mañana del 19 de septiembre de 1985 significó –además de la tragedia inherente a la muerte de no se sabrá nunca qué cantidad de seres humanos– un cambio profundo no sólo en términos urbano-arquitectónicos sino, muy especialmente, un parteaguas para el espíritu colectivo de una sociedad que ya nunca volvió a ser la misma –y para bien–, como luego sería analizado por Carlos Monsiváis y otros autores. De todo lo cual, como es obvio, hay tantos testimonios como sobrevivientes. El que se incluye en este volumen es uno más, y bien podría decirse que es ambas cosas a la vez: fruto directo de la fabulación y una crónica literal: un joven de diecisiete años aprende, en la práctica, el significado de conceptos como “solidaridad”,
“colectividad”, “colaboración” y otros. Historieta que por momentos da la sensación de tener más fuerza gráfica que literaria, esta obra a cuatro manos anticipa lo que, dentro de un par de años, debe ser una conmemoración amplia, y tan diversa como sea posible, del suceso más estremecedor que este país ha vivido en las tres últimas décadas.