Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 31 de marzo de 2013 Num: 943

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

H.G. Oesterheld: imaginación versus poder
Hugo José Suárez

En el café
Juan Manuel Roca

Lluvia
Efraín Bartolomé

La escritura, antídoto contra la muerte
Adriana Cortés Koloffon entrevista con Vicente Quirarte

Presupuesto cultural: primer año, primer recorte
Víctor Ugalde

Sociedad de la comunicación y sociedad política
Sergio Gómez Montero

De Ratzinger a Bergoglio: luces y sombras
Juan Ramón Iborra

Dos poemas
Stavros Vavoúris

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Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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Paul Gauguin

En el café

Juan Manuel Roca

Un cuadro colgado en un museo es, posiblemente, lo que tiene que escuchar más tonterías en todo el mundo.
Hermanos Goncourt

Para Germán Espinosa

Cautiva de mí, presa de mí, exiliada de mí por artes de un hechizo, vivo en un cuadro, en un café desvelado. Sé que Gauguin en su lucha con el ángel ganó el duelo y que en su lucha con el diablo lo perdió, pero en esa guerra aprendió a vivir tras el claroscuro del tiempo. Como yo, Madame Ginoux, que soy parte inmortal de su progenie.

Ahora sale el sol, un sol vendimiero y picante que nos invita a levantar de la mesa del café. No es el sol hipócrita que se anuncia entre la niebla parisina de otros días y que crispaba al pelirrojo pintor obseso de amarillo. El señor Gauguin lo llamaba el Zuavo, tal vez porque Van Gogh había hecho un retrato de un zuavo peregrino.

La verdad es que yo, Madame Ginoux, no conozco en detalle lo que rodea la escena, pues estoy de espaldas al suceso. Sólo tengo por delante una mesa de mármol más fría que esta galería del museo en que reposo, y en ella una botella de grifo, una copa esmerilada y a medio llenar, un pequeño plato con restos de una mantequilla que aún, en este año de desgracias de 1999, no se hace rancia. Corre, y no deja de correr ya nunca más, el año de 1888 en el que fui cautiva del pincel de Gauguin, como si hubiera pinchado mi dedo en la rueca del sueño.

No sé qué ocurre tras de mí, pero por tanto profesor que desliza su mirada y por tanto visitante del museo que se detiene ante mi eterna sonrisa, he oído que hay una mesa de billar que algunos comparan con la del Café nocturno, de Van Gogh.

El señor Gauguin, que ya no va a la Bolsa de valores pues ha renunciado a la vida burguesa, ha raptado al zuavo del cuadro de su amigo y lo ha invitado a sentarse junto a un hombre que dormita, quizá, un sueño de alcohol donde chapalea el olvido. Yo misma posé alguna vez para Van Gogh. Creo que Gauguin y Van Gogh intercambiaban fantasmas porque acá está, dicen algunos críticos con caras de velorio, el cartero Roulin con su gorra imperdible charlando con tres damas de ocasión, prostitutas, aldeanas, como todas las chicas de los burdeles de Arles. ¿Eran Blanche, Monelle, Solange? No recuerdo si alguna de ellas recibió de Van Gogh el caracol de su oreja. Ni si el cartero les trajo algún mensaje, pero allí está, tras la jornada de nomadeo por calles empedradas donde reparte cartas, trozos de lejanía. Hay una modorra similar al nirvana de un gato y tres bolas de billar quietas sobre la verde sabana de la mesa, lo que agrega –dice el hombre de boina ladeada parado frente a mí como ante un espejo– una atmósfera de mayor quietud al óleo, a las figuras convocadas.

–Creo que en los rostros he alcanzado una gran simplicidad rústica y supersticiosa–, le dijo un día Gauguin a su amigo.


Café de Nuit, Arles, Paul Gauguin

Y yo no sé, no puedo verme, ignoro si tengo un rostro rústico y algo agorero en mi semblante. Vivo en un cuadro y esto es como vivir en cuatro esquinas a la vez. Es extraño que mi antiguo local, que mi Café de la Gare, del cual soy propietaria, ya no quede en Arles, sino en este rincón de un museo parisino.

El cuadro en el que vivo es un homenaje de Gauguin a Van Gogh. Tiene, según dicen, rojos, verdes y ocres, semejantes a los del Café nocturno del impaciente pintor. Muchas veces los vi llegar a mi dulce abrevadero, ruidosos, levantiscos, pendencieros. Gauguin, arrogante, levantando su perfil de águila e impostando ser descendiente de incas o nieto de un tal Simón Bolívar, era terco como el mar. Un año antes de que lograra el hechizo de fijarme en el tiempo, había estado paleando en el canal de Panamá y paseando su “ojo ejercitado” de pintor por Martinica, la isla lamida por un mar que mecía su recuerdo como una inmensa cuna.

Su abuela se llamaba Flora, Flora Tristán. Era paria como él, revolucionaria como él, arisca como él. Y su padre, Clovis Gauguin, periodista al fin y al cabo, habría de morir en Puerto del Hambre, cuando iba con toda su familia hacia Perú, es decir, hacia el mito o el olvido.

Es 1888 en el cuadro y en la vida. Un trágico año en el que Van Gogh esgrime una navaja contra su amigo, el mismo año en que Van Gogh se cercena una oreja (alguien dice que lo hizo para no escuchar el canto idiota de la época) y la envía, como quien entrega un souvenir, a una prostituta. Es un año negro, aunque el negro no exista según las palabras de Gauguin: “rechacen el negro, y esa mezcla de blanco y de negro que se llama gris. Nada es negro, nada es gris. Lo que parece gris es un compuesto de matices claros que puede adivinar un ojo ejercitado”. Pero si no hay negro, si no hay gris, no sé cómo llamar este febril año de 1888, me digo, y no borro mi sonrisa ni bajo mi puño acodado a la mesa desde la que veo cruzar el mundo, el lento mundo. Es 1888 y mi pintor martilla tres clavos de óleo a un Cristo amarillo. Ebrio de color, da de beber a su soledad, a su sombra y a su hastío, habla solo y se dice que una paleta embrujada está hecha de ocres rojos, de bermellón y amarillo de cadmio, de verde esmeralda, azul de cobalto y azul de Prusia, todos mezclados en una marmita, la pasión.

Ama a la mujer como a un país desconocido y a la bebida como a una estación para el festejo. Un día Van Gogh dijo algo así: Paul es un ser en el que la sangre y el sexo prevalecen sobre la ambición.

Ahora cruza un pedante frente a mí y atomiza mis recuerdos: “Al pintor que hizo este engendro de colores, no le adjudicarían hoy una plaza de profesor en ninguna escuela de Bellas Artes.” Y sigue de largo. A cada tanto aparecen por acá los artistas del desdén: son dioses sin Olimpo.

Hay otros que se aproximan a mi rostro y me examinan como a un mapa. Quieren encontrar el truco, la pincelada de la eterna juventud, pero sólo me dejan un rancio olor a vino. Muchos de ellos, parisinos malolientes, parece que llevaran en la boca algún muerto insepulto.

Pero nada tan parecido como un museo y una sesión de espiritismo. En torno de los cuadros, el médium, con los ojos en blanco, habla. Tiene una voz distinta para cada cuadro, describe el mobiliario de una pintura como si él lo hubiera fabricado, e invoca a los espíritus. Sabe que soy Madame Ginoux, mesonera, dueña de burdel, dama de café, amiga de dos pintores salvajes, los locos de Arlés a los que llama por medio de mi oído. Tiene el vicio de la historia. Por eso me pregunta qué se siente viviendo más allá de un simple cuerpo, qué se siente atrapado en un espejo, mientras el cuerpo es, hace ya muchos soles, un suave pasto de olvidos.

Mis ojos sólo parpadean cuando se prenden y apagan las luces del museo. No se cierran mis ojos aun cuando la noche echa a andar por los pasillos con pasos de bailarina, con pies de musgo o de gamo. El viejo guardián duerme en su rústica silla, a veces lo hace bajo el cuadro en el que vivo. Y es como si su figura silente se sumara al zuavo y al durmiente, al cartero Roulin y a las tres mujeres. En realidad, duerme bajo mi mesa de mármol, más fría que esta galería del museo.

Ahora sale el sol, un sol vendimiero y picante que nos invita a levantarnos de la mesa del café. Pero él único que lo hace es el guardián. Él abre sus ojos para envidia de nosotros, que nunca los cerramos.