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Vestir el tiempo
E

ra un hombre alegre, divertido, que vivía preso en su depresión, que conoció el infierno de las drogas y los más grandes honores por el esplendor de su genio. Así lo retratan los que lo conocieron. Su obra impulsó uno de los cambios más trascendentes de nuestra historia reciente. Modificó de raíz todos los códigos antiguos y, criticando sin estridencia que la sociedad hiciera que la vida se viviera sin ellas en la calle, proclamó a los cuatro vientos la libertad y la soberanía de las mujeres en nuestra vida cotidiana. Era un revolucionario tranquilo que, tejiendo lazos, cuestionó la idea de lo femenino y de lo masculino. Era Yves Saint Laurent.

Desde el altar de la iglesia de San Roque, en la celebración de su funeral, el 5 de junio de 2008, en París, Pierre Bergé, su pareja durante 50 años, citó a Marcel Proust en las palabras que le dirigió y le dijo: Eres de aquellos, tan pocos en el mundo, que han fundado las religiones y han compuesto las obras maestras. El mundo nunca sabrá lo que les debe y, sobre todo, nunca sabrá lo que han sufrido para habérselas dado.

Muchos dicen que la moda no es un arte. Quizás tienen razón. Pero al terminar de visitar en 2010, en el Petit Palais de París, la primera exposición retrospectiva de la obra de Yves Saint Laurent después de su muerte, traspasado por la emoción, supe que se necesita un artista para crearla. El manejo del color, la decisión sobre las texturas, el valor para caminar hacia la ruptura de todos los moldes, la construcción y la lealtad a un estilo es la obra de un artista y, frente a ella, sabemos que su fruto no es otra cosa sino arte.

En una entrevista de 1983 en Le Monde, con motivo de su exposición, la primera realizada en la historia con la obra de un creador de moda en el Museo Metropolitano de Nueva York, Yves Saint Laurent se expresa así sobre uno de los colores de su paleta: “El rojo es un color noble, un color de piedra preciosa –el rubí–, y es un color peligroso, pero, a veces, es necesario jugar con el peligro. El rojo es la religión, y es la sangre y es lo imperial, es Fedra y una multitud de heroínas. Rojo fuego y rojo combate, el rojo es como un combate entre la muerte y la vida”.

Amo el negro, dijo en 1968, porque él afirma, dibuja, estiliza. Una mujer en un vestido negro es la esencia, es como un trazo de lápiz, perfecta. El negro es, a un tiempo, el color de los retratos del renacimiento y el color de Manet.

Y este artista del vestido decidió cambiarlo todo para siempre y creó tres de sus obras que sí, verdaderamente, cambiaron nuestro mundo. El traje femenino, pantalón y saco, el esmoquin, femenino también, y el vestido Mondrian. Sí, lo que en nuestros días es habitual, hombres y mujeres vestidos en igualdad de estilo y comodidad, fue la creación de un hombre de nuestro tiempo. Como dijo en una ocasión Lauren Bacall, si es pantalón, es Yves Saint Laurent.

La investigación y la búsqueda eran lo habitual de su vida. Esa actitud lo llevó a rascar con las uñas las paredes de edificios históricos buscando un azul famoso que, claro, descubrió así, sólo existía como idea del lenguaje. Buscó en la obra de Mondrian y creó unos de los vestidos icónicos del siglo XX; buscó en los pre-rafaelitas donde encontró –nos dice– una mujer sublime, muy moderna y libre; buscó en las miniaturas orientales, en la pintura rusa, en la cultura española, en la obra de Miró; homenajeó a Van Gogh, a Braque, a Jean Cocteau. Y, sobre todo, buscando en su raíz, la que a la mujer hace árbol, imaginó los caminos de la belleza.

En todo eso pienso mientras releo Cartas a Yves de Pierre Bergé, hermosísimo libro, pequeñito, publicado en Gallimard hace tres años. Se trata de 57 cartas escritas a su amado muerto entre junio de 2008 y agosto de 2009, donde construye un monumento de palabras, le cuenta las conversaciones y los pasos de su vida, escribe las memorias de su relación de medio siglo y le canta a la belleza, a las contradicciones y a la dignidad del hombre al que amó. Son una elegía al genio y al amor.

Y pienso también, en México, en don Felipe Saavedra, el sastre icono de la calle de Palma, en el centro de la ciudad de México. Su libreta de apuntes, colmada de colores, tintas y texturas, era un inmenso libro de artista con el que vistió a generaciones enteras hilando sabiduría de cortes y elegancia mientras convivía con la calidad desde que inició su camino en Oaxaca, hasta su muerte en los últimos meses del año pasado. Y pienso en Carla Fernández, la joven diseñadora de modas mexicana que, investigando en las raíces ancestrales de los pueblos tradicionales de nuestro suelo, está encontrando un lenguaje de tintes, de puntadas, de urdimbre, de tejidos, para vestir a hombres y mujeres del mundo de hoy. Ese encuentro la ha llevado a exponer su obra en museos y galerías de Londres, Boston, Trento, Valladolid, Breda, Oaxaca, Nueva York, París, y a participar en la Semana de la Moda de Londres.

Carla Fernández ha buscado por años y, conociendo la erudición de los pueblos de todos los caminos y los rumbos del país, nos transmite en su moda el saber de las manos de hombres y mujeres de nuestra secular geografía. Con su ingenio y su talento creativo, nos lleva a encontrar la natural sofisticación de lo sencillo. Esa es su bandera.

Para nuestra felicidad, Yves Saint Laurent, Felipe Saavedra y Carla Fernández, desde su grandeza, encontraron las maneras de vestir el tiempo.

Twitter: cesar_moheno