Opinión
Ver día anteriorJueves 11 de abril de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La Thatcher y el odio al sindicato
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ues bien, debemos a la señora Margaret Thatcher, recién fallecida, el impulso a la gran oleada del antisindicalismo que aún llega a nuestras costas. ¿Cómo no pensar en la Dama de Hierro cuando se escucha a nuestros modernizadores liberales predicar la maldad intrínseca del sindicalismo, pedir la cabeza de cuantos en ellos se muevan y aplaudir la reforma laboral que reduce los derechos de los trabajadores? Se dirá con razón que nada de eso es nuevo y que la aversión hacia los sindicatos se remonta a los tiempos germinales de la sociedad industrial, capitalista; que ésta tampoco desaparece cuando se demuestra que los sindicatos pueden convertirse en palancas seguras del crecimiento económico, asegurando el estado de bienestar, pese a las deformaciones y corruptelas registradas en numerosos países. Al final, las élites no confiaban en ellos, los miraban por encima del hombro, como instituciones poderosas pero sin clase y, por tanto, indignas de compartir las mieles del éxito social y los dones del privilegio. Temían que la huelga, su arma más temida y peligrosa, cuestionara la propiedad privada, la libertad de los patrones para definir los límites de la democracia y, al final, los mecanismos de la reproducción del orden vigente. Por su parte, el Estado no vacilaba en reprimir con la ley en la mano a los inconformes que exigían nuevos equilibrios entre los factores de la producción elevando el tono de las protestas. Para contenerlas y enfilarlas a otros fines, en años de crisis, en algunos países se pretendió hacer del sindicato la columna vertebral de la nación, unida bajo el poder absoluto del Estado como un fascio que no admitía la lucha de clases. El régimen así creado no sobrevivió a sus impulsos agresivos, guerreristas, pero el corporativismo se adaptó a situaciones diversas, influyó en legislaciones lejanas y mantuvo en pie la idea de que el sindicato y el Estado son una realidad indisoluble. Pero esa era la prehistoria. Otros vientos soplarían.

Ahora que los obituarios ensalzan sin pudor la personalidad de la ex ministra, es imposible no recordar su guerra particular contra los mineros, convertida en hazaña emblemática de la gran revolución conservadora que estaba en curso. Fue ella quien le dio al impulso clasista de la derecha ese toque de fobia modernista que se puso de moda entre los intelectuales y profetas de la política económica cuya crisis ética y conceptual no es menor que el desastre social causado desde el fin de la década anterior. Thatcher y Reagan verbalizaron –y vulgarizaron– los preceptos arrogantes de grandes teóricos como Hayek, pero consiguieron un éxito trepidante al enfrentarse a todo lo que oliera a intereses colectivos y organizaciones para la protección y defensa de los mismos. Para el pensamiento neoliberal era un triunfo haber logrado que la protección social se redujera, como explica el profesor V. Navarro, “hasta tal punto que la mortalidad en la mayoría de sectores populares (tal como ha documentado extensamente Richard G. Wilkinson en su libro Unhealthy societies) creció durante su mandato, incluyendo las tasas de suicidio, homicidio y alcoholismo, apareciendo de nuevo un problema que había desaparecido: el hambre, en especial entre los niños, y muy en particular en las regiones más pobres, como Yorkshire, Escocia y el País de Gales (ver “The Iron Lady: the Margaret Thatcher movie we don’t need”, de Laura Flanders, The Nation, 4/1/12).

El relanzamiento del capitalismo se envuelve, justamente, en el odio al sindicato, en la precarización como símbolo del espíritu individualista concebido por encima de toda consideración de comunidad. Denunciar su carácter depredador no significa minimizar sus consecuencias. La revolución neoliberal es, como ha enfatizado Perry Anderson, un hecho histórico que transformó la forma de ser de la sociedad, que no puede exorcizarse si la crítica se conforma con mostrar sus malas vibras.

Por contraste, quienes a finales de los años 70 predicaban la inminencia del derrumbe capitalista como resultado de la crisis general anunciada por los profetas del socialismo (el real y el otro), no sólo vieron caer junto con las ideas erróneas todas las instituciones, incluido el Estado, sino que, hundidas en el reflujo y la incertidumbre, aun tuvieron que padecer el aforismo desvergonzado que dice: No hay alternativa ( There is no alternative), como si las relaciones humanas estuvieran regidas por un principio tolomeico, inmutable. Pero el mundo se mueve. El gran movimiento de los indignados, que halló como referentes a humanistas de la talla del recién fallecido José Luis Sampedro, señaló las aspiraciones y el rumbo, pero requiere recorrer el camino que lleve a una nueva articulación entre política y movilización, entre la crítica al capitalismo y la puesta en marcha de mecanismos de representación que afirmen la democracia sin perder el norte de la igualdad. La apelación a la movilización es un recurso legítimo, pero suele enfrentar una correlación casi siempre desfavorable a las fuerzas populares, sobre todo cuando se trata de las demandas gremiales o específicas de una parte de la ciudadanía.

La tentación represiva está presente y aprovecha las debilidades de los intentos de quienes creen posible y deseable con una sola chispa incendiar la pradera. En ese contexto de crispación, preocupa el thatcherismo provocador de algunos grupos, entre ellos algunas cámaras patronales, que piden, en nombre de la sociedad entera, que el Estado ponga fin a actos de los líderes (corruptos) sin exigir a la vez que las organizaciones liberadas de sus impresentables dirigentes pasen a manos de los trabajadores para que ellos decidan lo que mejor les convenga dentro de la ley. En nombre de la libertad, la sumisión al individualismo, la clausura de los espacios públicos. La indignación contra La maestra, ahora recluida, se opacó ante la urgencia de depurar democráticamente al sindicato, como si la reforma educativa estuviera cumplida con la inscripción constitucional de los objetivos pactados y la defenestración de su máxima figura. ¿Eso es todo? ¿Es posible darle contenido a la Ley General de Educación que definirá el qué y el cómo sin escuchar las voces magisteriales y las de otros sectores que están interesados? ¿Hay alguna esperanza de que el diálogo evite la confrontación? ¿Por qué la autoridad en vez de proferir amenazas no hace pronunciamientos para disipar los temores de quienes desconfían de las trampas thatcherianas de los grupos de poder? Falta ver si el thatcherismo domina o si, por el contrario, del magisterio (que no sólo es la CNTE) y la sociedad mayoritaria surge el impulso renovador que, sin demagogia, haga de la educación de calidad el gran objetivo nacional.