Abandonados y agredidos


Alicia en el país de Zapata, 2010. Foto: Nadja Massun

Alfredo Zepeda

Desde los pueblos náhuatl, otomíes, tepehuas y campesinos del norte de la Sierra Madre Oriental, pueden divisarse con más claridad los contrastes sociales y las injusticias, y reflejarse los avatares de los pueblos indígenas del país.

Éstos nunca han sido los hijos predilectos de régimen, más bien han sido relegados a las regiones sociales de la exclusión. Y para calificar la actitud del gobierno hacia los pueblos originarios en los dos sexenios que ahora terminan, podemos usar dos palabras: abandono y agresión.

De por sí los indígenas de México y de América Latina siempre han luchado desde la resistencia activa en los siglos de colonización, casi todo el tiempo pacíficos y negociadores de la sobrevivencia, pero a veces en rebelión.

En México apareció por todos lados la lucha por la defensa de los territorios y la dignidad, frente al caciquismo y el despojo: en la Huasteca y en Michoacán, en las sierras de Oaxaca y Veracruz. Señaladamente tseltales, tzotziles, choles y tojolabales en Chiapas resistían la violencia de los terratenientes. El primero de enero de 1994, la rebelión zapatista sacudió al país tomando siete ciudades, incluida San Cristóbal de las Casas. La guerra de los doce días culminó con el clamor de los sectores más honestos de la sociedad mexicana contra la represión y la injusticia ancestral. Los gobiernos de Carlos Salinas y Ernesto Zedillo fueron obligados al diálogo, cuyo punto culminante fueron los Acuerdos de San Andrés Sacamch’én. Parecía que se abrían las puertas para reconocer los derechos de los pueblos y la autonomía indígena, pero el diálogo fue de nuevo traicionado por los gobiernos. Tras años de movilización hasta llegar a la gran Marcha del Color de la Tierra en el 2001, el Estado mexicano deshonró su palabra, cerró las puertas y despidió a los indios mexicanos sin reconocerles sus derechos.

Los poderes nunca pudieron arrebatar la dignidad indígena, visible a los cuatro vientos. Nunca más los pueblos indígenas podrán ser tratados impunemente como objetos. El indigenismo desapareció. La palabra de la gente se socializó en inéditas maneras de decir, cambiando el lenguaje de las anteriores revoluciones. Por las comunidades del país circuló la nueva consigna: vivir la autonomía de hecho, sin el permiso de los de arriba.

Los sexenios de Vicente Fox y de Felipe Calderón, son los sexenios del abandono, sumado al olvido del campo mexicano y a la agresión.

La conversión del Instituto Nacional Indigenista (CDI) en la Comisión para el Desarrollo Indígena en la práctica borró de sus objetivos la defensa de los derechos indígenas para concentrarse en la gestión de los llamados proyectos productivos, sin seguimiento ni integración con los sistemas económicos de las comunidades. Cualquiera que recorra los caminos de las sierras del país donde viven los pueblos indígenas se topará con los cascarones de porquerizas, gallineros, corrales de borregos y bodegas de acopio, diseñadas desde las oficinas de los Centros Coordinadores de la cdi sin consultar a los pueblos.

Se inauguró la era del clientelismo individualizado con los programas Solidaridad, después Progresa y luego Oportunidades. Tres nombres marcados por la individualización del trato, en contraste frontal con los modos comunitarios de los pueblos. Estos programas, iniciados por Salinas y seguidos en progresión lineal por Zedillo, Fox y Calderón no operan correspondiendo al derecho de los pueblos, sino como una dádiva, un apoyo controlado a la distancia por las computadoras de la Secretaría de Desarrollo Social (Sedesol).

Embajadores anónimos y regañones reparten de uno en uno los 500 pesos para que la mano que recibe pueda agradecer el favor. Pero cada hombre y cada mujer indígenas han de retribuir con faenas impuestas y con la asistencia a pláticas en un idioma que no es el suyo. Ya el obispo Casaldáliga llamaba a estos programas compensatorios “migajas solidarias de la miseria”.

Una necesidad que obviamente está en la epidermis de las comunidades marginalizadas es la salud, a la que corresponde otro derecho incumplido. La necesidad parece agravarse en los últimos años por los deterioros causados por los cambios en la alimentación, inducidos por los productos chatarra que penetran hasta la última comunidad.

Parece que el último estertor institucional de los gobiernos para ofrecer algún servicio estable de salud en las zonas indígenas fue el sistema IMSS-Coplamar, en 1980. En el municipio otomí de Texcatepec, con nueve mil habitantes, el más marginado del norte de Veracruz, se instalaron seis clínicas de primer nivel, con un consultorio, una cama y el cuarto habitación del doctor. El programa tenía buenas promesas de estabilidad por el respaldo logístico del imss, con el cuadro básico de medicinas, un doctor y dos enfermeras. Con los gobiernos del pan, el nombre cambió a imss Oportunidades. Hoy, a treinta y dos años de distancia, ni una sola clínica fue añadida a las primeras. De las 22 que componen una sección en Texcatepec y Tlachichilco, en la sierra del norte de Veracruz, la mitad no tiene doctor ni medicinas.

La comunalidad de los pueblos ha preservado y enriquecido la ecología de nuestro país, pero la privatización, al abrigo de la desregulación legal, se tradujo en devastación. Los cambios al artículo 27 constitucional ya muestran sus efectos devastadores. Desde los años noventa se agudiza la entrega de estas posesiones comunales a las empresas transnacionales, mediante concesiones y sociedades mercantiles.

Ahora somos testigos de la agresión sistemática contra los pueblos y sus territorios por la entrega escandalosa de permisos mineros a empresas como la canadiense Gold Corporation y otras multinacionales. La destrucción de los bosques, por la vía de la desregulación, mantiene implacable la tasa de 400 mil hectáreas anuales de deforestación. Las mafias entran en los territorios de los purépechas en Cherán con toda la violencia y muerte de la que somos testigos. Igual sucede en la Sierra Tarahumara, en Oaxaca y en Chiapas. Los huaves y zapotecos levantan protestas contra la invasión de sus tierras comunales por los proyectos de energía eólica de las empresas españolas.

El proyecto petrolero, que se llamó Paleocanal de Chicontepec y ahora se llama Activos de Aceite Terciario del Golfo, invade el territorio de los náhuatl, otomíes y totonacos de la Huasteca con la perforación potencial de 15 mil pozos, con la intervención de las transnacionales Halliburton, Slumberger y Wetherford, entre muchas otras.

La más terrible amenaza se cierne hoy sobre los pueblos por la terca iniciativa de Felipe Calderón —en acuerdo con las empresas Monsanto y Pioneer— para la siembra comercial del maíz transgénico, pese a las protestas de científicos independientes y el clamor de los pueblos. Este alimento, regalo de los pueblos indígenas de México para el mundo, está en peligro, y con él la sobrevivencia misma de los indígenas.

Consecuencia de estas agresiones es la emigración explosiva de miles de tlapanecos, amuzgos, otomíes, tzeltales y tepehuas al trabajo indocumentado en los restaurantes y lavaderos de carros en Nueva York en la última década; también a las fábricas de pollos y cerdos en Carolina del Norte. Allá se juntan con los campesinos salvadoreños y los quichwas del Ecuador, en medio de peligros cotidianos por la discriminación y la ola antiinmigrante.

Con todo, el tejido social en los pueblos no está desbaratado. Las comunidades se siguen juntando al filo de la agresión en organizaciones como el Congreso Nacional Indígena, la Asamblea de Afectados Ambientales y la Red en Defensa del Maíz, y acudiendo al Tribunal Permanente de los Pueblos. Hay una tensión por seguir aprendiendo a vivir con autonomía, con la experiencia de mil años en la organización comunitaria y en los sistemas de cargos, por lo que no hay recetas ni parches para componer desde los gobiernos en turno la vida de las comunidades.

Solamente podrá restaurarse la convivencia y el derecho de los indígenas, de parte del Estado mexicano, si se opera un nuevo pacto con los pueblos originarios que incluya el cumplimiento pleno de los Acuerdos de San Andrés, el Convenio 169 de la oit y, sobre todo, de la Declaración Universal de los Derechos de los Pueblos Indígenas, cuyo estribillo repite que no se pueden tocar personas ni territorios indígenas sin un acuerdo libre, previo e informado. No retornaremos al tiempo en que los indios podían ser tratados sin acuerdo. Por lo demás, los pueblos indígenas no son el remate, son la solución. En eso le va la vida a nuestro país.

Alfredo Zepeda, colaborador frecuente de Ojarasca, ha  vivido por décadas con las comunidades de la Sierra Norte de Veracruz. Actualmente es coordinador de Radio Huayacocotla, La Voz de los Campesinos, la radio comunitaria independiente más antigua del país. En la revista Ibero, núm. 23, “México en el siglo XXI”, apareció otro texto con contenidos semejantes a éste “Los pueblos indígenas, entre el abandono y la agresión”.