Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 21 de abril de 2013 Num: 946

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Desaparecidos: entre veladoras y charlatanes
Agustín Escobar Ledesma

La última promesa de
Irène Némirovsky

Cristian Jara

Con la bala en la cabeza
José Ángel Leyva

Espejismos
Kyn Taniya

Evodio Escalante y
los estridentistas

Marco Antonio Campos

Irradiador y la luz
del estridentismo

Evodio Escalante

Los tráilers que caen
del cielo: meteoritos

Norma Ávila Jiménez

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Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
La Jornada Virtual
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Jornada de Poesía
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Luis Tovar
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Construir el pasado

Entre zancas y parnas

El propio Carlos Hagerman ha dicho que, al principio, lo que había pensado hacer era una película de ficción, pero que pronto –y muy para bien– se dio cuenta de que esa historia no podía ser mejor contada que por sus protagonistas verdaderos. Ese fue el primer paso para llegar a lo que habría de convertirse en Vuelve a la vida (2012), largometraje documental con el que Hagerman debuta con fuerza y con el pie derecho.

Armado como una sinfonía, el filme encuentra su soporte estructural en la vida y milagros de alguien conocido como el Perro Largo, concretamente en un episodio memorable de su vida: el día en que dio pesca a un tiburón en las playas de Acapulco. Como suele suceder con las buenas historias, ésta de apariencia más que sencilla va poco a poco desdoblándose hasta convertirse en un fresco que permite recuperar, por medio de la oralidad y las imágenes, la memoria de unos días idos pero no del todo.

El mayor acierto de Vuelve a la vida es la elección y puesta en práctica de un punto de vista sólido y consistente: la evocación del Acapulco de los años setenta del siglo pasado va, poco a poco y deliciosamente, trazando el perfil más que de un lugar y un momento específicos, de una manera particular de habitar el mundo. Los protagonistas de la historia, todos ellos deudos, amigos o conocidos del Perro Largo, desgranan sus recuerdos, traen al presente sus anécdotas y, al rememorar, re-viven lo vivido y logran, a punta de espontaneidad y de ser fieles a su propia experiencia, que el público se identifique con todo aquello, gracias al acto humano por excelencia: el de contar y/o escuchar una historia.

Lúdico, juguetón, desenfadado y ocurrente –como dicen que fue en vida el mítico Perro Largo–, y ya que tenía disponibles prácticamente a todos quienes vivieron la experiencia de pescar al tiburón, Hagerman se dio el gusto de reconstruir aquella tarde imborrable de cerveza, ceviche, canciones del Acapulco Tropical, el Costa Azul de Rigo Tovar y, claro, la muy simbólica de conocido estribillo “tiburón, tiburón; tiburón tiburón; tiburón a la vista, bañista…”. Se dio también un par de gustos más: mantener a flote un pasaje de la memoria colectiva que es la mar de simpático, así como hacer un documental que parece estar conectando con el público.

Borgiana en Zacatecas

Desde su anterior trabajo –Zacateco (labor vincit omnia), de 2010–, Iván Ávila Dueñas dejó claro que para él no representa dificultad alguna expresarse con fluidez tanto en la gramática del cine de ficción como en la del documental. Antes de Zacateco…, documental histórico, había filmado las ficciones La sangre iluminada (2007) y, previamente, su ópera prima en largometraje, Adán y Eva todavía (2004). En las tres había dejado también claro que lo suyo no es, ni de lejos, cualquier variante del convencionalismo sino, muy al contrario, que su visión de la obra cinematográfica es de las que demandan una participación alta y activa del espectador.

La vida sin memoria parece dulce (2012) es quizá la prueba más acabada de lo antedicho: documental que es ficción, pero también exactamente lo contrario, la cinta está armada prácticamente en su totalidad con pietaje proveniente de la recuperación de viejísimas filmaciones familiares. Encabezado por Ávila Dueñas, un grupo de trabajo dedicado precisamente a la recuperación y restauración de materiales de esta naturaleza dio pauta a la posibilidad de reutilizar aquellas imágenes, en este caso no sólo para efecto de hacerlas visibles una vez más sino –y en ello consiste el gran acierto del director– para construir con ellas una historia plausible y verosímil, no obstante el hecho indubitable de que dicha historia nunca fue.

Da por pensar en Borges, por aquello de que nada resulta más maleable que el pasado. En manos de Ávila Dueñas, las imágenes desleídas, casi por completo des-referenciadas, de alguna manera anónimas si se les pretende ubicar con precisión absoluta bajo las coordenadas del quién, del cuándo y, sobre todo, del qué y del para qué, se vuelven extrañamente paralelas y se cargan de significado, adquieren un por qué al que no le importa –porque no lo necesita– saberse anclado en eso que todos estamos de acuerdo en llamar “realidad”.

En esto consiste, como es más que evidente, el acierto mayor del filme: en proponer la tesis de que ficción y realidad pueden ser –o de hecho son– zonas de la mente absolutamente permutables, maleables, y que dicha intercambiabilidad puede incluso trasladarse a un soporte externo, como es una cinta fílmica, siempre que se tenga la habilidad para construir el pasado.