Opinión
Ver día anteriorMartes 23 de abril de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Ahora o nunca
N

o es esta colaboración la segunda parte de mi artículo sobre la imperiosa necesidad –ahora o nunca– de iniciar el intrincado, complejísimo proceso de la reforma educativa. Al país lo pueblan cientos y cientos de problemas que se hallan al límite y que es ahora o nunca que debemos, gobierno y sociedad, iniciar su solución genuina. Y no es porque la coyuntura nos esté abriendo una puerta de oportunidad especialmente relevante en el presente, sino por eso: los problemas se hallan al límite.

Por rebasar el límite quiero significar: podemos entrar en una zona creciente de ingobernabilidad. Signos diversos están a la vista; no son amenazas, sino hechos.

La lógica de una conducta social, que muy probablemente se halle en la cabeza de un sector muy amplio de la sociedad lo resume muy bien la respuesta que dio uno de los jóvenes delincuentes encapuchados que asaltaron la planta baja de la rectoría de la UNAM. A una interrogante de otro presunto estudiante el encapuchado referido respondió: “…Pero ya realizamos varios diálogos con las autoridades y nada. Usamos estos métodos porque sólo así ceden al diálogo, como cuando tomamos la dirección general de los CCH”.

La mejor política que puede efectuar la autoridad frene a los inconformes –de cualquier cosa– es, claramente, el diálogo. Pero cualquiera que sea la intensidad, o la dureza del diálogo, ha de darse en el marco de las leyes.

¿Cómo salimos de las blandengues arenas movedizas del estado de derecho, en las que han sentado sus reales la corrupción y la impunidad, un oxímoron que camina hacia la ingobernabilidad?

La injusticia social; la pobreza creciente; la discriminación de los millones de los cuasi ilotas que forman mayoría; la espesa ignorancia que por fuerza tiene invadidas sus cabezas –hoy una licenciatura no es mucho más que un barniz de conocimiento–; el resentimiento social obligado; la pedagogía histórica de que, en la práctica, las leyes se hicieron para violarlas, según reza el mexicanísimo cinismo; las leyes penales que los pudientes evitan con dinero y que sólo se aplican a los de todo desprovistos; las leyes fiscales en las que la evasión y la elusión, y la devolución reinan, excepto para los asalariados; la violencia, la extorsión, el secuestro; el trasiego de drogas, todo ello convertido en modus vivendi de miles y miles provenientes de esos cuasi ilotas. ¿Qué pedagogía social es esta? ¿Qué mentalidad, que idiosincrasia, de qué valores proveen tales condiciones de vida?

Un joven estudiante, que ha vivido en tal contexto demanda algo, en el CCH Naucalpan (o en cualquier plantel educativo público): ¿es académicamente correcto?, ¿es posible?, ¿es legal? No lo sabe, pero si no lo obtiene, la ira lo lleva a cometer actos delincuenciales. Si la autoridad competente lo tolera, no hará sino reforzar el infierno al que he aludido. La UNAM no es una república, sólo posee la normativa que rige a la academia; los jóvenes delincuentes están violando las leyes penales que rigen a todos los mexicanos; ergo, por los procedimientos que marca la ley, la autoridad competente debe proceder –mediando el debido proceso–, conforme a lo tipificado como delito.

La autoridad (esto no parece asumirlo quizá la mayoría de los mexicanos) son las personas autorizadas por la ley para tomar las decisiones (que la propia ley prevé). La rectoría de la UNAM sabe por supuesto que no hay mejor política que el diálogo para mantener la estabilidad de una institución que ha de dedicarse con ahínco a proveer de cientos de miles aprendizajes, de todas las disciplinas, y a producir conocimiento científico y tecnológico, intensamente. La atmósfera en la que puede trabajar la academia ha de ser de tranquilidad, de serenidad, intercambio juicioso y racional entre académicos y entre éstos y los estudiantes. No estoy hablando de utopías, existe en numerosísimos lugares del mundo, es legítimo aspirar a que en México podamos trabajar así en la academia.

Lejos de contar con ese ambiente, la UNAM y muchas si no es que todas las universidades públicas, con distinta intensidad, intentan trabajar y lo hacen en medio de sobresaltos caóticos, aquí o allá, cotidianamente.

El episodio salvaje del joven delincuente es hijo de la historia que configuró las tragedias que cruzan a México, aludidas párrafos atrás. Pero la peor respuesta es que si los funcionarios del sistema judicial o del Poder Ejecutivo violan la ley, pues violémoslas todos. ¡No!, requerimos movimientos sociales y políticos que exijan la vigencia de un estado de derecho plenamente. No mandemos al diablo las instituciones, cuidémoslas, corrijámoslas, observémoslas.

¿Es la fracción segunda del artículo 2 constitucional fundamento suficiente, como dicen algunos alegatos, para crear por la vía de los hechos las policías comunitarias?, ¿no son sólo producto de vacíos jamás llenados por la vigencia del estado de derecho?

La UNAM es una institución indispensable. Una institución más que hay que cuidar celosamente. Una enorme cantidad de instituciones educativas son hijas de sus egresados; una enorme cantidad de las grandes obras en la infraestructura general del país, en la medicina, en la arquitectura, en las letras y las artes, en la cultura y la historia son resultado del trabajo de sus egresados.

No sigamos con el mito, nunca dicho pero mil veces actuado, de que los delitos cometidos en la UNAM por algunos de sus propios miembros pueden permanecer en la impunidad protegidos por la autonomía.