Opinión
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¿El último avatar de Cuevas?
L

a última vez que hablé casi a solas con José Luis Cuevas fue en 2006, días antes de su segunda boda por la Iglesia católica, si no tomo en cuenta los veintitantos matrimonios con ella bajo diversos ritos, de los cuales nos mostró las fotos, a Jacques Bellefroid y a mí, esa mañana. Llegamos a su casa de casualidad, pues no conocía su nueva dirección. Habíamos dejado la calle de Diego Rivera cuando Jacques me preguntó por Cuevas. Jacques, mon petit frère, escuchamos buscando de dónde venía la voz. ¿Quién si no José Luis podía imitar con tal perfección el famoso hermanito en francés de Fernando Benítez para dirigirse a Bellefroid antes de entonar Frère Jacques? ¡Pero de eso a aparecer cuando se le invoca por quién sabe qué artes de magia de genios embotellados! Vilmita, entren, nomás termino de rasurarme, nos dijo asomado a una ventana con la espuma jabonosa en la cara. Bajo en seguida. El regocijo, para no decir júbilo, era mutuo. Tanto por vernos como por un encuentro que no podía obedecer sino al azar, siempre ineluctable, que nos había reunido cuando menos lo esperamos durante medio siglo de amistad.

La mañana pasó en un abrir y cerrar de ojos. Ver y escuchar a José Luis es, para mí, ver desfilar todo México: amigos, meseros, voceadores, actores, actrices, políticos, taxistas, raterillos, héroes de la Independencia y contrabandistas de la historia. Su don de imitación es (¿debo decir era como si José Luis ya no fuese José Luis?) sólo equiparable a su capacidad para inventar un sketch a sus personajes. Un sketch más real que la realidad, más verosímil que la verdad: desnuda a sus personajes, revela secretos que los propios poseedores no saben. Ni sabe él mismo cuando se autorretrata con su pastiche, poseído por sus visiones. ¿No es acaso dibujante, y con genio?

La verdad, la presencia de la novia fue vaporosa. Apenas si la vimos en la penumbra de la pieza. ¡Qué diferencia de Bertha, quien no cesaba de interrumpir porque un periodista quería hablar con él! La novia nos evitó inoportunos. Cada vez que sonaba el teléfono, salía de la pieza para responder, dejando su postura arrodillada a los pies de José Luis, cuya mano, entumida por la presión de la de ella, él sacudía para reanimar la circulación.

Le pregunté en un momento cómo se conocieron su futura y él. Imitando la voz de Arturo de Córdova, me representó algunos encuentros con ella a la cual daba, la voz de Marga López, a veces, la de la Montiel, otras. Vilmita, al oírla, me sentía un personaje de Gavaldón, de Urueta. Su vocecita cambiaba a cada encuentro: Gloria Marín una tarde, Libertad Lamarque otra, según la escena. Por eso le inventé una voz, para no cansarme, dijo fingiendo una vocecilla femenina, suave, casi infantil.

La última vez que vi a José Luis fue el día de su boda en Catedral. Al bajar las escaleras del altar, cuando le pregunté si no le dolían las rodillas con tanto tiempo hincado, me dijo: No, lo que me duele es el dedo, comienza a apretarme la argolla. Estallamos de risa. Agregó: Creo que se equivocaron de talla sin duda para corregir un significado equívoco de su frase.

Durante mi estancia en México, le telefoneé varias veces. Cincuenta años de fidelidad cuentan. Un mozo pasaba el mensaje y una voz femenina gritaba, sin tratar de ocultarse y evitarnos su hostilidad: Dile que ya salimos. Que no estamos. Era la voz imperiosa del ama de casa. Había hecho el aseo. Ya no sólo no pasaba el teléfono a sus hijas, tampoco a sus amigos.

En broma, dije a Teodoro González de León, quien tampoco podía comunicarse con José Luis desde hacía dos años: habría que escribir sobre el secuestro de Cuevas. Teodoro me dijo que debería hacerlo.

Me pregunto con melancolía si volveré a escuchar a José Luis imitando la voz de Arturo de Córdova para representarme el inimaginable sketch de un dibujante secuestrado por su segunda mujer a quien da la voz de Marga López. Cómo nos reiríamos si se tratara sólo de un sketch.