Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 28 de abril de 2013 Num: 947

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Tomar la palabra...
y sostenerla

Armando Villegas entrevista
con Santiago López Petit

Involuntario Museo
de los Hallazgos

Ricardo Bada

El amigo Paciencia
Guy de Maupassant

Lo trascendente y
lo sagrado en la postmodernidad

Fabrizio Andreella

Arbitraje científico
Manuel Martínez Morales

Los sentimientos
Minas Dimakis

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Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar


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Jair Cortés
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El peatón contra el automovilista

Decía el maestro Oliverio Moya que en México los automovilistas prefieren usar el claxon en lugar del freno. Peatones y conductores se alejan y se convierten en distintas especies una vez que cada uno asume su papel. El conductor acelera cuando el semáforo está en amarillo, y si la luz roja se enciende, celebra su falta. Usa el teléfono móvil mientras maneja, rebasa en curva, pelea con el conductor de al lado, se estaciona en doble fila y, si puede, aprovecha los espacios vacíos en el estacionamiento destinados a personas que padecen alguna discapacidad. El peatón corre, literalmente, por su vida, no hay semáforos para él, trata de cruzar la calle cuando puede y por donde puede, mezclándose con el vendedor de chicles o el limpiaparabrisas entre la larga fila de los automóviles. El automovilista odia al peatón porque “le estorba y se atraviesa cuando no debe”; el peatón odia al que conduce un auto porque hasta su último refugio (la franja peatonal) se ve amenazado por éste. El peatón desahoga su furia por medio de una mentada de madre, el automovilista usa su coche, como caballo en la época colonial, para demostrar su “poder”. 

En México no hay educación vial. Para quien solicita una licencia de conducir no hay exámenes (ni siquiera de la vista). “Por debajo del agua” van y vienen billetes para “agilizar” trámites. La burocracia engorda bajo el árbol de la corrupción. Los accidentes son, muchas veces, hijos de la imprudencia. Pocos conductores saben cuándo se puede dar una vuelta continua, en qué parte de la glorieta pueden girar, para qué sirven las direccionales o las intermitentes. Y como si no fuera suficiente, encontramos a los policías, árbitros callejeros, reventándoles los oídos a los peatones y dando indicaciones que contradicen al semáforo, provocando caos y dirigiendo, como su intuición les dicta, un tráfico que se sale de control a cada minuto.

La paciencia se agota, todos quieren llegar temprano (o por lo menos a tiempo) a su trabajo, escuela o casa, pero en realidad saben que no será posible y por eso quieren que los otros paguen por ello. Incluso en ciudades de provincia, como Tlaxcala, o en pequeñas zonas urbanas, el tráfico vial es el terror de los ciudadanos: calles angostas son de doble sentido mientras que otras, más amplias, son de uno solo. Caminar se ha vuelto casi imposible en un país donde todo está en reparación (o demolición) y en donde nadie es responsable de nada. Cuando conduzco un auto o cuando camino por las banquetas llenas de trampas, no puedo sino recordar aquel verso de la canción titulada “Animal en extinción” del grupo La Barranca:  “Eternamente en construcción pero sin plan maestro…” al que yo agregaría: “y todo se repite sexenio tras sexenio…”