Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 5 de mayo de 2013 Num: 948

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

A 50 años de
En el balcón vacío

José María Espinasa

Adiós al arquitecto
Pedro Ramírez Vázquez

Elena Poniatowska

Adónde, adonde
Eduardo Hurtado

Sergio Pitol, el autor
y los personajes

Hugo Gutiérrez Vega

La novela policial
Sergio Pitol

Terrence Malick y el sentido del universo
Raúl Olvera Mijares

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Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
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Artes Visuales
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Bemol Sostenido
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Literatura y redacción (III DE IV)

“Hombre de la esquina rosada” es uno de los cuentos de quien ha sido considerado el mejor prosista de lengua castellana en español del siglo XX: Jorge Luis Borges. No hace falta señalar que expresiones como  “A mí, tan luego”,  “tallar”,  “rancho”, “paquete”,  “quilombo”,  “oscuro”, “chinas”,  “chambergo”,  y formas dialectales como  “laos”, “acreditao” e “inoraba”, ya van pareciendo inadecuadas para un curso de redacción, no sólo por las notas a pie de página que cada una de ellas merece, sino porque el tono del cuento, tan marcadamente argentino y de compadritos, lo excluiría, de inmediato, de un proyecto redaccional mexicano. Así, la aparente universalidad de la literatura comienza a apuntar, para efectos de la literatura metida a ejemplo en la redacción, a una más confortable búsqueda de ejemplos mexicanos; en el caso contrario, la ejemplaridad sólo parecería ser sustentable en el caso de que el escritor se mantuviera en el prudente medio tono, en la sabia norma culta necesaria para que pudiera aspirar al rango de modelo en la lengua escrita. Sin embargo, ¿no resulta extraño que se requiera de muchas condiciones para que un texto pueda ser considerado “modelo redaccional”? Para el caso mexicano, necesitaría pertenecer, desde luego, a México; de preferencia, a la segunda mitad del siglo XX, para quedar más cerca del español escrito de quienes padecerán el curso de redacción; si no es demasiado experimental, mejor; si no utiliza groserías, obscenidades o malas palabras, miel sobre hojuelas; si tampoco…

Ante tantas objeciones, ¿cuál es exactamente el modelo literario que se busca? ¿No valdría más, dada la cantidad de cosas por desbrozar, que se seleccionaran ejemplos prosaicos de otros contextos escritos, aunque no fueran literarios? El periodismo, cartas comunes, oficios bien redactados, informes laborales correctos, ¿no ofrecerían fuentes más valiosas para ejemplificar el quehacer de la lengua escrita metido a operaciones funcionales y pragmáticas? Tal vez la literatura que busca parodiar el lenguaje cotidiano escrito y las cartas cursis, serían mejor referente para el caso, como esa deliciosa y desternillante novela, Boquitas pintadas, de Manuel Puig, aunque no deja de haber una búsqueda paródica, un ejercicio de estilo que supone una conciencia en el escritor que no siempre existe en el redactor de cartas amorosas, o de informes laborales (por no mencionar el hecho de que se trata de otro escritor argentino).

Me parece que la literatura ha entrado a la oferta de cursos de redacción como una nostalgia formativa de quienes enseñan esa materia en las universidades: muchos de ellos han egresado de carreras de letras, o aman la literatura, o creen que la suya es la última oportunidad para ofrecer a los alumnos un acercamiento al mundo cultural, o piensan sinceramente que no hay mejor manera de escribir que como lo hacen los escritores y, por tanto, que esas arquitecturas verbales podrán sostener la ardua ingeniería escrita de los alumnos de bachillerato y las licenciaturas. Doy paso a uno de los meollos del asunto: si sólo son buenos algunos de los textos posibles, eso quiere decir que se reconoce en la literatura una capacidad de transgresión que no conviene a la más bien normativa didáctica de la redacción; por si fuera poco, si se necesita que no sean más antiguos de cincuenta años, que no sean demasiado coloquiales ni regionalistas, que no sean muy experimentales ni cultistas… y, además, dependiendo del maestro, que los temas sean “correctos”, poco escandalizadores y muy propios, ¿cuál es el universo posible ante tantas condiciones didácticas? Seguramente, las páginas más planitas de Alfonso Reyes, o Agustín Yáñez; casi nada de Fernando del Paso, José Agustín, Juan Rulfo, Juan García Ponce; muy poco de verdadera literatura y mucho de aburrimiento para el alumnado.

Regresemos a la realidad de los cursos de redacción: ¿quiénes son los alumnos?, ¿qué nivel formativo poseen?, ¿cuál es su competencia lingüística en el canal escrito?, ¿qué leen?, ¿qué hábitos culturales tienen?, ¿qué nivel redaccional pretende ofrecérseles?, ¿para qué?, ¿para escribir qué?, ¿cuál es su futuro profesional?, ¿se pretende que posean un estilo bello? Sólo para responder a la última pregunta, debe insistirse en que la belleza de la expresión tiende a buscarse cuando la materia prima de la redacción ya es lo suficientemente sólida en el usuario, lo demás es buscarle tres pies al gato, complicar la vida del estudiante de tal manera que se le haga detestar al modelo y al instrumento del que pretende dotársele.

(Continuará)