Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 5 de mayo de 2013 Num: 948

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

A 50 años de
En el balcón vacío

José María Espinasa

Adiós al arquitecto
Pedro Ramírez Vázquez

Elena Poniatowska

Adónde, adonde
Eduardo Hurtado

Sergio Pitol, el autor
y los personajes

Hugo Gutiérrez Vega

La novela policial
Sergio Pitol

Terrence Malick y el sentido del universo
Raúl Olvera Mijares

Leer

Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
La Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Prosaismos
Orlando Ortiz
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

Terrence
Malick y el
sentido del
universo

Raúl Olvera Mijares

El árbol de la vida es muchas cosas y ninguna de ellas por separado. Verdadero experimento fílmico, destilado hasta sus componentes más esenciales, más puros desde el punto de vista de la imagen en movimiento, la llamada motion picture anglosajona. En The Tree of Life (2011) el cineasta texano Terrence Malick (1943) evoca la atmósfera de su niñez, transcurrida en Waco. Auxiliado por dos colaboradores de excepción, David Crank en la dirección de arte y Emmanuel Lubezki (judío mexicano) en la cinematografía, Malick logra con fascinante naturalidad recrear los ambientes de su infancia y de una América del deep South, el sur profundo, que hacia finales de los cincuenta aún vivía inmersa en la segregación racial. Los negros habitaban a las afueras de la ciudad en pequeñas comunidades o guetos. De la huella del pasado colonial español en Tejas apenas se presentan fugaces destellos en una escena casi onírica hacia el final, que funciona a manera de epílogo, donde Sean Penn contempla un caserío de muros amplios, de mampostería, algún torreón del que fuera el casco de una hacienda, traspasando un zaguán con portón de madera claveteado de ornamentos de hierro. Una manera de construir las casas habitación que contrasta crudamente con la habitual en el mundo anglosajón, que supone un profuso empleo de la madera, los revestimientos de los muros en colores claros y vivos, tantas veces empapelados, y los siempre correctos muebles de madera, todos salidos de fábricas especializadas con un corte característico y uniforme. Hasta los coloridos vasos de tóxico aluminio en que beben Kool-Aid los niños están ahí. Es casi un chiste fílmico que al rociar DDT los pequeños se envuelvan adrede entre las nubes del insecticida. El mensaje es claro: tantas cosas en el pasado parecían saludables e inocuas y eran justamente lo contrario. Más que crítica o ácida, la rememoración que realiza Malick es soñadoramente nostálgica y sentimental. El relumbrar de las bombillas eléctricas al caer de la tarde, las viejas casas con desvanes y amplios jardines, los discos de acetato con grabaciones del legendario Arturo Toscanini; todo rezuma cariño por el ayer. La historia de los tres hermanos, la madre abnegada y, si bien católica, de un pietismo extremo, el padre siempre estricto, obsesivo con el orden y la perfección, músico frustrado e inventor al que no le reconocen patentes que prometían ser jugosas. “Nunca traiciones tu sueño o lo que te hayas propuesto hacer de grande en la vida”, parece ser el consejo que le da a ese hijo suyo, niño, de nombre Jack (Hunter McCracken), quien adulto llegará a ser un famoso arquitecto interpretado por el sobrio y medido Sean Penn.

El padre, Mr. O’ Brien (Brad Pitt), en contraste, es un personaje con muchos ángulos, cambiante, dinámico. Hasta hace un viaje por el mundo que culmina en China, en una época en que hacerlo era casi anatema. Típico Einzelgänger, el padre saca de la cama a los chicos el domingo muy temprano para que lo oigan interpretar al órgano la Tocata y fuga en re menor de Bach. La música que constituye por sí misma toda, una rareza en esta cinta, estuvo al cuidado de Alexandre Desplat, quien con gusto tan francés incluyó fragmentos del Réquiem de Berlioz y una pieza compuesta originalmente para clavecín de François Couperin, Les barricades mistérieuses, hasta partes del poema sinfónico Má vlast, mi patria, en particular Vltava, el Moldava, de Bedřich Smetana. En resumen, desde cosas muy conocidas hasta otras que no lo son tanto. Desde la primera sinfonía Titán de Mahler, el Concierto para piano de Schumann, una Sonata en do mayor de Mozart hasta música de Ottorino Respighi, Gustav Holst, Zbigniew Preisner; menos conocidos aún resultan Klaus Wiese, Henryk Górecki, Patrick Cassidy o John Tavener.

Los 139 minutos que componen este largometraje se reparten en grandes preámbulos, digresiones fotográficas y recreaciones de los más variados ambientes naturales, desde erupciones volcánicas junto al litoral marino, imágenes no difundidas hasta ahora de planetas y asteroides, hasta la recreación de un bosque prehistórico con las milenarias secoyas californianas, esos enormes cipreses, sequoia sempervirens, con dinosaurios pastando bajo su sombra y otros más, heridos cerca de un arroyo en garras de sus depredadores. Este regreso al origen trae a la memoria dos filmes cósmicos, 2001: A Space Odyssey (1958), de Stanley Kubrick y Solaris, (1972) de Andrei Tarkovski. En el gran aliento y la ambición de ofrecer una explicación teleológica, para no mencionar el término teológica, por parte del director, se hace patente el anhelo de dejar un legado perdurable. La América pietista y panteísta que busca a Dios afanosamente en las prácticas devotas (ir la iglesia, citar el Libro de Job, invocar el nombre de Dios) y el increíble milagro que representa la vida, la naturaleza, el bien mismo de la creación.

En tanto que tentativa cinematográfica, El árbol de la vida, cuenta con egregios precedentes, pero es un filme tan personal y tan íntimo que no puede compararse con ningún otro. Obtuvo la Palma de Oro en Cannes. El asunto, la historia propiamente dicha, es lo que menos interesa. Es la música, y no precisamente la elegida por Alexandre Desplat y el realizador, sino más bien ese ritmo interno y fluido de las imágenes, la armonía de las formas en movimiento, el logro más destacable del trabajo. Si durante 2011 alguien se empeñó en Estados Unidos en realizar un filme puro, cualquier cosa que eso signifique, ése fue Terrence Malick, a quien le llevaría varios años recabar el material necesario, del cual sólo aparecen fragmentos, meros atisbos; un prodigio la edición de tan vasta y tan variada cantidad de cinta. Toda una experiencia, visual, auditiva, casi táctil es ver esta película. El séptimo arte recobra con ella un carácter si no perdido, sí un tanto empolvado, de puridad, de proprium, de per se. Desde Kubrick y, por supuesto, Tarkovsky, no se había visto un intento comparable, bastante sobrio, sincero y –en esa medida– logrado.