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La gran aventura de la doble hélice
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a versión definitiva estuvo lista para ser mecanografiada el último fin de semana de marzo. Nuestra mecanógrafa del Cavendish no estaba disponible, así que le dimos la breve tarea a mi hermana. No fue difícil convencerla para que pasara así una tarde de sábado, porque le dijimos que iba a participar en el que quizá fuera el acontecimiento más famoso en la biología desde el libro de Darwin. Francis y yo nos quedamos detrás de ella mientras pasaba a máquina aquel artículo de 900 palabras que empezaba: ‘Deseamos proponer una estructura para la sal del ácido desoxirribonucleico (ADN). Esta estructura posee rasgos originales que tienen un interés biológico considerable’. El martes llevamos el texto al despacho de Bragg y el viernes 2 de abril se envió a los responsables de Nature”… Lo anterior es narrado por James D. Watson, uno de los protagonistas de la hazaña. Era la culminación de un trabajo que revolucionó a las ciencias de la vida y transformó al mundo.

El artículo de James Watson y Francis Crick, cuyo título general es Molecular Structure of Nucleic Acids (estructura molecular de los ácidos nucleicos), fue publicado en la revista científica inglesa Nature el 25 de abril de 1953, por lo que ahora se conmemoran los 60 años de su aparición, celebración que está totalmente justificada, pues constituye, sin duda, uno de los acontecimientos más importantes en la historia de la ciencia.

La hazaña fue el resultado del talento de dos jóvenes científicos. Francis Crick contaba con 35 años y realizaba su tesis de doctorado en el laboratorio de sistemas biológicos de Cavendish, en Cambridge, Reino Unido, mientras Watson, con apenas 23 años de edad, había llegado a ese laboratorio procedente de Estados Unidos después de concluir su doctorado y de un periplo por algunos laboratorios europeos que ilustra de algún modo el papel que juega el azar en no pocos acontecimientos científicos.

De hecho, la proeza realizada por estos dos jóvenes rebeldes muestra que las creencias acerca de cómo se comportan la ciencia y los científicos son en ocasiones –o casi siempre– imágenes idealizadas que dibujan un mundo ordenado y casi perfecto. Las pasiones, los celos, el autoritarismo, la competencia, el nacionalismo, es decir, rasgos de la naturaleza humana y las influencias sociales, pueden ser definitivos en el progreso científico. En este sentido resulta interesante el libro de James Watson titulado La doble hélice. Relato personal del descubrimiento de la estructura del ADN, publicado en 1968, en el que da cuenta de la atmósfera en que se produjo este descubrimiento y del cual están tomadas las primeras líneas de este artículo.

Así, quizá Watson no habría llegado a Cambridge si su tutor en Copenhague no estuviera atrapado por un divorcio, o Francis Crick no hubiera podido sobrevivir a su mala relación con sir Lawrence Bragg, jefe del laboratorio, quien deseaba verlo lejos de ahí e incluso llegó a prohibir a los dos jóvenes que trabajaran sobre el ADN. Tal vez otros investigadores se hubieran adelantado en la hazaña, como Maurice Wilkins, quien trabajaba en el Kings College en Londres, cuyos avances eran lentos, pues tenía una relación tortuosa y pésima con Rosalind Franklin, su colega y genial cristalógrafa que obtuvo las primeras imágenes por la técnica de difracción de rayos X de la sal del ADN, que al final resultaron claves en la construcción del nuevo modelo.

Un elemento decisivo era lo que pasaba al otro lado del Atlántico, donde Linus Pauling –considerado una especie de dios en el desciframiento de la estructura de las proteínas– estaba más cerca que nadie de encontrar una solución a la estructura de los ácidos nucleicos. Watson y Crick se apropiaron de sus procedimientos intuitivos en la construcción de modelos para dilucidar la estructura de macromoléculas (proteínas grandes). No sólo eso, contaban con información privilegiada sobre los progresos de Pauling, gracias a que uno de los hijos de éste, Peter, había llegado a trabajar al Cavendish. Watson cuenta con cierto cinismo cómo llegó a tomar una carta del bolsillo del abrigo de Peter en el que su padre le informaba de los progresos alcanzados en su laboratorio donde tenían todo listo para dar a conocer una estructura de triple hélice para el ADN.

Si hemos de creer a Watson, y no veo razón para no hacerlo (ahora me entero de que uno de los hijos de Francis Crick intenta vender algunos textos de su padre en los que al parecer éste cuenta su propia historia), los avances de Pauling fueron decisivos para encontrar en ellos errores en el modelo de triple hélice y convencer, moviendo las fibras del nacionalismo inglés, a las autoridades del Cavendish para permitirles continuar y acelerar sus trabajos sobre la estructura del ADN.

Finalmente, con los modelos tridimensionales inspirados por Pauling, las fotografías de difracción de Rosalind Franklin y un extraordinario trabajo teórico, Watson y Crick llegaron a establecer el modelo de doble hélice en el que todos los elementos encajaban a la perfección. Imagine la lectora o lector una escalera en la que los pasamanos están formados por azúcares y fosfato (cada uno de ellos es una cadena) y los peldaños están compuestos por bases nitrogenadas (Adenina A, Timina T, Guanina G y Citosina C), asociadas a cada cadena y unidas de forma complementaria en el centro por puentes de hidrógeno (de forma específica A con T y G con C). Esta doble cadena se enrolla alrededor de un eje vertical (como una escalera de caracol); dicho de forma simplificada, éste es el modelo de la doble hélice de Watson y Crick.

Los dos científicos estaban perfectamente conscientes de la trascendencia de su trabajo. Establecer la estructura del ADN era el punto de partida de una revolución en la biología, pues cada una de las cadenas constituye un molde que determina la formación de la cadena complementaria, lo que explica la reproducción de los genes, base de la trasmisión de la herencia genética, y la formación o síntesis de proteínas. De este modo se contaba al fin con una base firme para entender los procesos del desarrollo y las funciones de todos los seres vivos. Pero 60 años es muy poco tiempo para poder apreciar a plenitud la trascendencia de este trabajo, que sigue y seguirá rindiendo frutos cada vez más sorprendentes en las ciencias de la vida.