Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 12 de mayo de 2013 Num: 949

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Don Quijote en Alemania
Ricardo Bada

Un pescado refuta
la extinción

Adolfo Castañón

Dos poemas
Francisco Hernández

Más allá de la música: guerra, droga y naturaleza
Mariana Domínguez

La música: usos y abusos
Alonso Arreola

El poderoso influjo
de la música

Xabier F. Coronado

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Señales en el camino
Marco Antonio Campos
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Galería
José Angel Leyva
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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Francisco Torres Córdova
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Hacerse a la distancia

Para Alonso Arreola, viajero a Mali y otros lares

Si la casa deja afuera la infinita espiral de la intemperie, sus rigores y peligros, a su vez y a su modo la intemperie, que es espacio puro y desatado, curtido por el tiempo y labrado por las gubias del vacío, desde siempre intriga al hombre y lo incita a los asombros inherentes al camino, lo convoca a la vasta lejanía inalcanzable, a que pise sus arcillas y pulse sus fríos, claridades y neblinas. Cuando el cuerpo se hace a la distancia, expone la frente y concentra la mirada en el trayecto, en el próximo horizonte, paso a paso en la memoria la casa se hace orilla y el viajero se hace centro que se mueve. A ritmo del corazón en los talones, avanza y descubre en la difusa inmensidad sutiles senderos que lo llevan, en el cielo rutas para el mar, en colinas y llanuras los rumbos tallados por las lluvias y los vientos, las crestas y honduras del fuego en las montañas, y tal vez una escritura antigua y fugaz en las arenas del desierto. A sus ojos todo es relieve y derrotero, todo es dirección, señal y flujo. Sus pasos desnudos, pues el viaje lo descalza poco a poco, serán para encontrase ahí donde nunca se esperaba, para oírse ahí donde era mudo, para tocar el calor de su ignorancia. Porque la distancia devuelve la mirada, el viaje que de veras pasa por lo otro, por lo ajeno que así se nos acerca y nos alcanza, pasa entonces también y sobre todo por ese primer desconocido que somos cada uno. En la intemperie afloran los rasgos que tenemos de extranjero, el que llevamos dentro y nos indaga, el que no reconocemos afuera en el espejo. Más allá de la tosca eficiencia del traslado moderno entre altas y profundas ciudades cimentadas, en su doble movimiento –el del cuerpo que fatiga y suda los caminos y el del alma que los traza en un mapa y los medita– el viaje fragua y renueva en la memoria el impulso primitivo hacia lo ignoto y a la vez madura las semillas del retorno, que es su irrevocable y último horizonte; tiene sentido porque tiene uno o mil regresos. Por eso el nómada, incesante viajero, nunca se extravía: en cada cima o meseta está de vuelta, en cada pausa en el camino engendra la partida, y a Nadie –ese delirio luminoso que surgió de los labios de un ciego trashumante–, constantemente el viaje le recuerda el cuño de su nombre, apenas unas notas en el aire que revelan las huellas de su origen. Así, en la distancia interminable, el viaje tiende puentes, hace de las voces, manos y miradas que se encuentran acaso el espacio más genuino y antiguo del arraigo: “De un gesto eres nativo, y para que contase tu vida en una tierra tenías ya que hacerte huérfano. Así toda partida ha sido siempre un retorno en esta vastedad en que por todas partes florecen las semillas de los gestos. Venimos siempre al mundo de la mano de un ser que no ha acabado nunca de volverse tierra, que sigue de viaje, que con ese contacto nos sube hacia su semejanza. Tu casa es ese sitio revocable y punzante donde late tu mano en otra mano, y el hombre sólo arraiga en una tierra cuando la transitan los caminos” (Cuaderno del nómada, Tomás Segovia.)