Política
Ver día anteriorLunes 13 de mayo de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Nosotros ya no somos los mismos

La UNAM y las organizaciones estudiantiles

Foto
El campus de Ciudad Universitaria; al fondo, la torre de rectoríaFoto María Meléndrez Parada
A

dos grupos de líderes juveniles, no sólo diferentes sino radicalmente opuestos, debo mi viaje original a la Región más transparente. O sea, diría Monsi, a la “modernidad urbana, de la cual el libro de Fuentes era, sigue diciendo Monsi: el primer gran retrato.

Uno estaba integrado por los dirigentes de la Confederación Nacional de Estudiantes (CNE), organización de extrema derecha, cuya fuerza residía en una o dos facultades de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y en universidades privadas de provincia. En ella militaban destacados líderes panistas, como Armando Ávila Sotomayor, y oradores que, en esta época en la que la forma más ingeniosa para expresarse son los emoticones, ni siquiera se conciben: Fernando de la Hoz Moncada, el mejor de los ejemplos y, también, golpeadores tan temibles como El Tepochón, lumpen escapado de la Comarca Lagunera.

El líder absoluto era Jorge Siegrist Clamont, un muchachón veintiañero, voluminoso, sumamente carismático, millonario y, algo bien importante, muy entrón. Su equipo de choque, que no era cualquier cosa, le guardaba gran respeto porque sus entradas por línea, en contra de cualquier acto del sector progresista o elecciones en las que salía perdidoso, era él quien, personalmente, las encabezaba. No era un mocho persignado, ni menos un neoliberal precoz, su credo era el justicialismo peronista y su maestro supremo y guía, José Vasconcelos. El título de Maestro de América se lo asignaba a Vasconcelos la derecha, y los liberales a Justo Sierra.

Los gestores de Siegrits no terminaban de conseguir mi inscripción en la UNAM y El Tepochón me esquilmaba los centavitos que había traído de Saltillo. Frente a mí, por un teléfono público, pedía hablar con el doctor Julio Ibarra, director de Servicio Escolares, y le preguntaba, exigente, por el estado que guardaba mi solicitud de ingreso. Yo, por supuesto, sólo escuchaba lo que él decía: ¿Entonces ya le revalidaron lógica y literatura? Gracias doctor, pero por favor apúrenle, acuérdese que se trata de que nuestro amigo Ortiz doble año. Este es un asunto de gran interés para la CNE y en lo personal para el presidente Siegrist Clamont. Ya estás del otro lado –me decía después de colgar. No le digas nada al jefe, pero cáite con unos 20 pesos, algo le tengo que comprar al doctor”.

¿Pero qué importancia podían tener estas pequeñeces (eran simplemente mi vida, mi futuro), frente a las emociones cotidianas que estaba viviendo? No resulta nada difícil comprender la cooptación, o mejor dicho el auténtico secuestro emocional, anímico, de un menor de edad (provinciano no muy perspicaz, ciertamente), cuando lo toman en cuenta (y desde arriba). Cuando lo ven y lo oyen: Un día Siegrist me llamó a sus oficinas (en el pasaje Catedral) y me dijo: échale un ojo a este escrito y métele mano, lo vamos a publicar mañana. No daba crédito. Yo, que desde entonces a la fecha me expreso de una manera, digámoslo con generosidad, no muy ortodoxa, ni acorde con las exigencias de la RAE, era invitado a meter mano en un manifiesto a la nación. Se trataba de una terrible denuncia contra la administración del rector Carrillo Flores, avalada nada menos que por el auditor general de la universidad, un reconocido contador público, de nombre, si mal no recuerdo, David Thierry. Siegrits me hizo ver que la UNAM estaba al servicio de los intereses imperialistas y había que rescatarla. Si el resultado de la Segunda Guerra Mundial hubiera sido otro, habríamos recuperado el territorio perdido el siglo pasado. Pero seguía habiendo opciones. El justicialismo era el rumbo, el camino para la independencia absoluta de HISPANOamérica. El camino para la entronización de la raza cósmica.

Cuando me dijo que íbamos a presentarle el manifiesto al maestro Vasconcelos, yo estaba ya dado. ¡Mira! –me dijo–, y vi. Mi nombre estaba en la relación de los demandantes, como representante de los jóvenes coahuilenses, se explicaba. Pero además yo comandaría el grupo que entraría a rectoría y abriría el paso a los expertos que descubrirían todos los documentos que eran prueba plena del mal uso de los dineros del presupuesto universitario. Yo me había ganado a pulso esa distinción: ¡el rescate de nuestra alma mater! (que a esas fechas creo que, formalmente, ni lo era para mí, todavía).

Mi comando lo constituían los más hambreados de las casas de asistencia de República de Chile 38 (ya les platiqué que allí vivió el celebérrimo Ramón Mercader o Jack Monard), y algún otro carente de techo fijo.

No estoy tratando de disculpar mi primera incursión a la torre de rectoría, pero sí deseo mostrar cómo los juicios universales y sumarios sobre los participantes en los movimientos, borlotes, escándalos estudiantiles pueden, por lo mismo, no ser siempre justos. En una manifestación, mitin, huelga, toma, secuestro o barricada participan jóvenes (y no tanto), por las más diversas razones o, sin ellas. Muchos están convencidos de la justicia de su protesta y las acciones que ésta provoca, asumen los riesgos, no del todo conscientes, pero los afrontan. Otros más responden automáticamente a los impulsos y energía de su edad: se mueven, gritan, rompen, queman, tienen una necesidad biológica de desfogar. En los seminarios, cuarteles, escuelas militares, el ejercicio físico es la catarsis purificadora, el cilicio contra la líbido galopante. Cuando alguien les ofrece una bandera, una causa, un porqué hermoso, generoso, sacrificado lo abrazan con pasión, aunque no lo entiendan. Dentro de éstos hay un subgrupo: los que simplemente van pasando, es decir, aquellos que oyen el barullo, ven la acción colectiva y se integran (necesidad básica de los jóvenes) y muchas veces se convierten en el sector más combativo e irreductible. Existen por supuesto los militantes de una u otra tendencia, quienes consideran que toda acción contra la autoridad les beneficia, sin darse cuenta que, en ciertos casos, el ganón está en las antípodas; la estrategia compañeros de camino exige conocimiento objetivo de las condiciones imperantes, un liderazgo que permita el cambio intempestivo de rumbo, sin que las bases (modestas o amplias), cuestionen o deserten. Y, faltaba más, están los infiltrados y los provocadores. Los primeros son de comportamiento sencillo, amistoso, no dan opiniones innecesarias ni toman partido antes de tiempo. Son en su mayoría policías letrados, o abogaditos haciendo escoleta para ser Ministerios Públicos. Al desgaire toman fotos, pero con el objetivo centrado en los líderes a los que, también, les piden declaraciones, forma eficaz de ubicar a los radicales. Los provocadores, por otra parte, son lumpen puro, halcones del 10 de junio del 71, o del primero de diciembre de 2012 (de esos que ya mero identifica la PGJDF, nada más que corrobore los apodos). Delincuentes capaces de violencia extrema, imprescindibles para acciones ejemplares.

No agoté la clasificación temeroso de que se ordenara mi arraigo, porque sabía demasiado. Yo vivo arraigado, pero por gusto, si fuera por orden de autoridad ya habría consultado al doctor Guzmán Loera, especialista en escapismo, y ni en Harvard me localizaban.

Son muchas las características que comparten los miembros de los grupos mencionados (y los que me faltaron), pero una contante es, sin discusión, su ubicación económico/social. Todos los chavos son hijos de la jodencia. Y su tipo físico, sí, físico (échale racista, que al cabo ni es cierto), su vestimenta, su cabellera, sus tatuajes y sus piercings, su música, su lenguaje, o sea el caló, el slang de 200 palabras con que se expresan y, por supuesto, su iracundia, su insatisfacción existencial, su gana de ser alguien, de simplemente existir y ser vistos, oídos. Siempre cuesta arriba han llegado a una edad y a un límite. De allí en adelante la capilaridad social es flor tan rara como la abstinencia y la virginidad. Ahora, donde naces, te quedas, emigras o te formas al final del alfabeto social y eres un Z: sacias tus ansias, colmas tus expectativas aunque, desgraciadamente, no tienes mucho tiempo para gozarlo.

Yo, anímicamente, no tuve opción. Tenía que haber sido el boxeador Jorge Kahwagi (no sé si campeón mundial de mujeres golpeadas), o el impune delincuente conocido como el Niño Verde, para permanecer intocado, insensible, ante el llamado del viejo Ulises criollo, que mantenía viva La flama, a pesar de La tormenta.

No estaba plena y racionalmente convencido de mis actos, pero no podía dejar de escuchar: Lanzada a la brega la verdad no puede ser serena, debe se agitada como la tempestad y luminosa como el relámpago, firme como el rayo que derriba las torres de la soberbia. Malhaya el que busca complacer al malvado en vez de denunciarlo. Mi lábaro no está hecho para el lucimiento de los desfiles. Es un airón de combate. La Revolución era una moza lozana y aguerrida, con algo de Minerva en la frente y en el brazo poderes como de arcángel. Tuve que entrar a la universidad por la ventana, pero iba del brazo de la aurora.

Del primer embate al espacio fundamental de mi vida, la UNAM, me declaro culpable. Seguiré confesándome.

Twitter: ortiztejeda