Opinión
Ver día anteriorDomingo 19 de mayo de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Necedad suicida
S

egún la presentación sobre el comportamiento de la economía mexicana en el largo plazo, hecha en días pasados por el secretario de Hacienda, hemos vivido largos años entrampados entre la baja productividad y el lento crecimiento económico general. Al acumularse en el tiempo, estas fallas mayores y persistentes del desempeño económico nacional han redundado en la masificación de la pobreza y la informalidad laboral, cuyo número supera a la mitad de la población y de la fuerza de trabajo ocupada, respectivamente.

Las cifras presentadas son elocuentes e ilustran la intensidad y profundidad de la trampa en que cayó el desarrollo nacional hace casi 30 años. Entre 1981 y 2011, la productividad total de los factores decreció a una tasa media anual de 0.7 por ciento, mientras la de Corea estuvo por arriba de 2 por ciento en el mismo periodo. Por su parte, la productividad laboral, estimada a partir del PIB per cápita con base en las horas trabajadas, se redujo a una tasa media anual superior a uno por ciento (negativo), en tanto que la de Corea creció por encima de cuatro por ciento y la de China apenas debajo de 10 por ciento. Para afirmar su punto, el secretario de Hacienda incurrió en el deturpado si hubiera, que en este caso resulta útil: si la productividad hubiera crecido igual que en Corea, el PIB por persona en México hubiera sido cercano a los 50 mil dólares anuales, y no los 10 mil y pico de dólares observados el año pasado.

El ejercicio contra factual de Videgaray lleva a más: si la productividad hubiera sido como la de Corea, la población en situación de pobreza representaría 6.4 por ciento del total y no el 46.2 registrado. Y la población en extrema pobreza sería equivalente a 1.3 por ciento y no al 10.4 observado. La reflexión histórica es obligada ante este desolador panorama de pérdida de tiempo.

Al abandonar la trayectoria anterior de desarrollo, que arrancara en los años 30 del siglo pasado y alcanzó su cresta en los 70, cuando la estrategia llamada del desarrollo estabilizador parecía haber llegado a sus límites, el país entró en una senda cada vez más alejada de atender los requerimientos elementales derivados del cambio demográfico y de la propia estructura social gestada por aquella pauta de desarrollo.

Las consecuencias sociales, como se dijo antes, se alojan en el corazón de la economía política moderna, cuyas determinaciones fundamentales son precisamente las del empleo y su remuneración, de las cuales depende el comportamiento del mercado interno.

No hay, en estas circunstancias, una ruta exportadora satisfactoria que, por cierto, ahora vuelve a celebrarse no obstante sus saldos sociales y económicos debidos a su adopción unilateral, extrema, en el pasado. Cierto es que debajo de este mediocre escenario económico se han registrado transformaciones significativas en la conformacióm productiva y regional del país.

Nuevas actividades han irrumpido, como la de la aeronáutica en Querétaro o San Luis Potosí; otras han resistido y hasta se han modernizado, como la del hierro y el acero, y algunas más revivieron, como la de autopartes ligada al notorio dinamismo de la industria automotriz, cuya expansión depende hoy casi de modo absoluto del mercado externo. Estos polos y emergencias alentadores, sin embargo, no han encontrado ni en la expansión económica general una contraparte apropiada, ni en la política del gobierno las palancas necesarias para desparramar sus frutos por el territorio físico y social de México. Sin serlo del todo, estas actividades sin duda promisorias viven, o parecen vivir, como enclaves cuya irradiación sobre el resto de la economía y la sociedad es restringida e insuficiente.

Quizá sea este panorama el que llevó al gobierno a idear su consigna machacona sobre la democratización de la productividad, que sustentaría un mejoramiento general gracias a la absorción pronta y más o menos generalizada de toda suerte de formaciones productivas, pequeñas, medianas y grandes; en el sur o el norte, el Pacífico o el Golfo.

Sin que hasta la fecha contemos con el mapa de capacidades y posibilidades que tal convocatoria podría sacar a la superficie, es claro que la invitación suena novedosa aunque corra el riesgo de ser engañosa. Por lo pronto lo que priva es una heterogeneidad estructural, laboral y social enraizada que sólo impone la reproducción de la concentración del progreso técnico y de sus frutos, como dijeran antier Prebisch y Aníbal Pinto.

No estamos más ante contingencias ingratas en nuestra marcha hacia el progreso y la modernidad. Las explicaciones del porqué de nuestra situación no sobran, por más que la moda sea la estigmatización del diagnóstico. Las hipótesis más redondas sobre la trampa mencionada y el por qué no sólo caímos en ella sino nos aferramos a sus bajos fondos hasta volverla cultura y celebración, advierten de la operación de factores y vectores que deben removerse para pensar, en serio, en un cambio promisorio. No siempre hay empatía entre ellas y tampoco son las más frecuentadas por el gobierno y sus epígonos.

Uno de estos factores es la insuficiencia de la inversión física mantenida a lo largo de todo el periodo, mientras que el vector más conspicuo se resume en una política económica que se olvidó del ABC del crecimiento y la expansión económica, al dejarlas al amparo de las decisiones guiadas por las señales del mercado y que, al mismo tiempo, privilegió casi maniáticamente los criterios más elementales de la estabilidad monetaria y financiera.

Combinatoria que redundó en el sacrificio inusitado de la inversión pública, el sometimiento de la política fiscal a la política monetaria y la subordinación del gasto social a reglas de austeridad permanentes, sin que se tomara en cuenta la coyuntura o el ciclo de la economía, para no mencionar el grave estado de la cuestión social.

Las consecuencias de esta diabólica ecuación son una infraestructura deshilachada, unas capacidades educativas distorsionadas al máximo por la desigualdad y la pobreza regionales, una planta de investigación e innovación desvinculada de la producción y alejada en los hechos de toda pretensión de modernidad robusta, como la que exige la globalidad del mundo y, por encima de todo esto, una pobreza y una desigualdad mayúsculas y encanijadas. Afrontar estos huecos y omisiones no es sencillo, pero es posible intentarlo si nos damos tiempo para caminar sin prisa pero sin pausa.

Lo que sí se va a probar misión imposible es mantener la ruta que nos trajo hasta aquí: puede seguir siendo glamorosa para algunos boy scouts del mercado libre y la estabilidad a ultranza, pero pretender imponerla como si fuera otra varita de virtud es, simplemente, una necedad, suicida.