Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 19 de mayo de 2013 Num: 950

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Para ti
Silvia Lemus

Pesimismo sonriente
y periodismo cultural

Fabrizio Andreella

Francisco Gamoneda:
el libro como semilla

Xabier F. Coronado

El arte de no leer
Hermann Bellinghausen

De la lectura como naturalidad
Ricardo Guzmán Wolffer

Leer

Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
La Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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Alonso Arreola
@LabAlonso

Instrucciones para darle la vuelta al guante

Nos habían dicho que la primera parada de nuestra gira morelense, en Xoxocotla, sería complicada. Anunciaban algo de rudeza en la audiencia pues se trata, dijeron, “de un bastión de resistencia de los pocos que hablan náhuatl”. Bajo un sol de 40 grados la experiencia no pudo ser más distinta. Fuimos recibidos con amabilidad, se nos escuchó con respeto y pudimos conocer algo de sus costumbres en un ambiente sereno, transparente.

Se trata de un pueblo ubicado a 40 minutos de Cuernavaca, con cerca de 20 mil habitantes. Efectivamente han sabido enfrentar a distintas autoridades, pero hoy se hallan más o menos divididos por distintos grupos políticos y religiosos, además de que el porcentaje de hablantes de lenguas ajenas al castellano es mínimo. Marco Antonio Tafolla y Alma, su esposa, emprendedores de aquellas tierras, nos invitaron allí a conocer su centro cultural y a comer un exquisito mole verde con tamales nejos. En su compañía aprendimos sobre la historia del lugar, incluidas injusticias y abandonos, sobre los esfuerzos que hacen para enseñar danza, teatro, computación, radio comunitaria y música.

Horas después, en un tinglado frágil del zócalo, iniciamos nuestra presentación. Parejas mayores se fueron juntando en las jardineras sin atreverse a acercarse. Nos gustó el letrero que rodeaba el proscenio: “Cultura, derecho de la gente.” Aunque, quiénes somos nosotros para abanderar semejante causa. Aquí la prueba: a mitad de la segunda pieza sonaron cohetes acercándose. Era una banda de alientos con Chinelos que llegó a la plaza bailando en blancos atavíos. Se detuvieron a un lado de “nuestro” escenario. Pararon su música. Nos observaron a través de sus coloridas máscaras. Saludamos desconcertados. Uno devolvió el gesto. Al poco tiempo arrancaron de nuevo para alejarse, comprensivos y generosos ante nuestro esfuerzo. Ni ellos ni nosotros fuimos avisados de un encuentro que pudo arrojar frutos. Nada nuevo.

Dos días después, hablando sobre ese momento en un bar de Tepoztlán, doña Guadalupe Hernández se hizo presente con una voz que, al principio, creímos salida de la radio. Pero no. Allí estaba, parada a dos mesas de distancia, cantando a capela temas de su autoría con arreglos de mariachi. Vestida con sencillez, sus lentos vibratos le otorgaban carácter, autoridad, credibilidad. Combinaban la fuerza de sus setenta y tres años con la dulzura de sus setenta y tres años. Es morena. Tiene arrugas profundas, aunque no muchas. Frente a su persona todos en el sitio guardaron silencio, fascinados y sonrientes. Nos prometimos entonces esperar para hablarle, pues nació una pregunta entre los convidados: ¿cómo habrá sido su vida?

“Empecé a cantar a los tres años de edad, en los palenques donde mi papá trabajaba, pues era gallero –comparte doña Lupe de pie junto a la barra–. Desde que me presenté por vez primera supe que ya no podría dejarlo nunca.” La mayor de tres hermanas, nos dijo que su historia fue difícil. Se casó y Dios le regaló un hijo que hoy, con cuarenta y siete años, trata de convencerla de su retiro. “Yo le digo que me moriré cantando; vivo de esto desde que tengo cuarenta y cinco años de edad y así me mantengo, trabajando donde me lo permitan, sean jaripeos o restaurantes.”

Le preguntamos sobre los momentos que más atesora. “Son muchos, pero uno fue en el más reciente homenaje a Chavela Vargas, pues me llevé la noche –señala emocionada–. Iba a cantar una canción pero no me dejaban bajar, tuve que seguir.” Algo que entendemos tras comprobar su talento. Tiene una sabiduría antigua. Postra la mirada en lugares salvajes, moviendo las manos como quien sabe el peso de las palabras. Nos despedimos de ella para ir rumbo al parque central, donde tocaríamos a su salud. Sonrió y auguró: “Que tengan éxito.” Salimos abrumados por su transparencia.

De camino al concierto, nos encontramos con el dúo Los Compadres. A medio arroyo, uno tocaba la guitarra y cantaba leyendo desteñidas letras de un cuaderno deshecho. El otro usaba el cántaro de barro, cuya boca golpeaba con una pala de tela alternada por la otra mano para cambiar y cortar el tono. “Es el sustituto del bajo, nos lo enseñó uno de los viejos del pueblo –dijo cuando le preguntamos–. La idea es que lleve el acompañamiento”, aclaró sin sospechar antigüedades africanas. Sorprendidos por la poca gente alrededor, nos afectó su contundencia.

¿Qué hicimos en ese último y tercer show por Morelos? Sólo intentamos el eco de aquellos que están dentro del guante (sean Chinelos, doña Lupe o Los Compadres); personajes menospreciados que no salen a la luz en pos de una cultura que se gesta, se importa y sucede fuera de la propia cultura. Buen domingo para ustedes y para quienes nos invitaron a ese territorio donde tantas cosas están sucediendo.