Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 19 de mayo de 2013 Num: 950

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Para ti
Silvia Lemus

Pesimismo sonriente
y periodismo cultural

Fabrizio Andreella

Francisco Gamoneda:
el libro como semilla

Xabier F. Coronado

El arte de no leer
Hermann Bellinghausen

De la lectura como naturalidad
Ricardo Guzmán Wolffer

Leer

Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
La Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

El arte de no leer

Hermann Bellinghausen

Este comentario trata de los libros que uno
no lee. De uno en particular, que usted
probablemente no leerá, titulado Cómo
hablar de los libros que usted no ha leído

(Bloombsbury, Nueva York, 2007; edición
castellana en Anagrama, Madrid, 2008), del
profesor de literatura en alguna Sorbona de
París, Pierre Bayard. Usted supondrá que
al menos este reseñista sí lo leyó y
con altruismo le está ahorrando
hacerlo. Quizá se engaña. Según el propio Bayard, hay muchas maneras de hablar, incluso doctamente, de libros que no se han leído pero tanto se dice de ellos y tanto se les cita que la gente se siente cómoda y hasta apasionada discutiendo un libro ignoto, lo compara, desdeña o defiende.

Este comentarista bien pudo sólo hojearlo, una de las técnicas que comenta el catedrático francés y usa a Paul Valéry para demostrarlo, siendo que el poeta homenajeó a Proust, Bergson y Anatole France sin haberlos leído ni planear hacerlo en el futuro; pero qué encendido obituario el suyo para expresar admiración por La recherche. Bastaba echar un vistazo al índice, por lo demás bastante expositivo, pues se trata de sumarios del contenido de cada capítulo. Además, el autor no es un pedante que aplaste al lector con su bagaje literario. Tal vez porque no tiene mucho de qué presumir. Sincero, candoroso, democrático, empieza por confesar que nunca ha leído Ulises, de James Joyce, pero tiene una idea aceptablemente completa de la trama, el modo peculiar de la narración, el flujo de la conciencia, el monólogo de Molly Bloom y su lugar en la literatura universal, aunque sólo conozca poco más que la portada, dando la razón a Flaubert en su Diccionario de lugares comunes: “Libro: Cualquiera que sea, siempre demasiado largo.”

Lo que sigue son entretenidas revelaciones, reflexiones, interpretaciones, pasajes y comentarios sobre las más diversas e imaginativas formas de mendacidad y autoengaño para hablar, escribir o dictar conferencias ante auditorios que podrían conocer mejor que uno el libro del cual uno está pontificando. Cuando no hilarante, es demoledor. Pone en duda buena parte de lo que los que “saben” dicen saber de los libros.

Es comprensible que para algunos reseñistas resulte ofensivo y lo divertido se le acabe pronto, y ponen a Bayard seriamente en su lugar: “Hay pocos libros más deplorables que este ensayo. Debajo de su astucia e ironía no se oculta otra cosa que un fácil antiintelectualismo”, escribió en Letras Libres el intelectual Rafael Lemus (noviembre de 2008). “Disfrazada de irreverencia predomina la estupidez, un tosco elogio de la estupidez. Ninguna de las frases de este libro promueve la inteligencia; ninguna pretende crear un lector más inteligente. Por el contrario: se celebra la mera astucia, se enaltece al pícaro.” Le reprocha no acusar deleite. En un comentario más entusiasta, la admirable escritora estadunidense Francine Prose encontraba ahí “un himno a los placeres de leer”.


Ilustraciones de Huidobro

Admitamos que la pieza participa de la tradición francesa en la que algún savant alza la voz para elogiar en vituperio una materia que no es su fuerte (ya ven, Sartre furioso contra Baudelaire, sólo demostrando lo poco que el filósofo entendía la poesía). Acaso Bayard no es un lector apasionado ni hedonista. Algo hay de calvinista en su regodeo. Con una breve nomenclatura en siglas, marca cada libro que cita indoctamente como “desconocido para mí”, “hojeado”, “he oído hablar” (“bien o mal, mucho o poco”). Guiado por pasajes de novelas digamos que populares (El nombre de la rosa, de Umberto Eco; El tercer hombre, de Graham Greene), o la película Groudhog Day, de Harold Ramis (1993), va comentando textos que desconoce de Virgilio, Aristóteles u otros indispensables para cualquiera que lee, y se permite ilustrar la importancia que pueden alcanzar libros de los que sólo se ha oído hablar y quién sabe si existan.

No es un alegato de denuncia. Al contrario. Con respeto, incluso admiración, describe algunas formas de no leer. Así, un bibliotecario de El hombre sin atributos, de Robert Musil, cuida un acervo incalculable en valor e inmenso en número. De esos libros que ama y cuida, que son su vida, no ha leído ninguno. Como padre justo, los quiere por igual. Elabora y comparte catálogos, los únicos volúmenes que sí lee. Organiza, clasifica, numera tomos. Gracias a él, cada uno posee su lugar.

Para leer sin leer

Hay formas de no leer que Bayard no trata, espero que deliberadamente. Con los buscadores de internet, Facebook y demás, estas formas se han multiplicado (algo que cualquier educador conoce bien como la herramienta de trampa favorita de los estudiantes para reseñar en base al plagio, las generalidades y Wikipedia). O las películas “del libro”. Nunca planeé leer El padrino, de Mario Puzo, sin dudar que sea interesantísimo. Pero vi la película, con el consuelo adicional de que es una Obra Maestra del cine de gángsters, con aires shakesperianos y estupendas actuaciones. Los ejemplos son miles. El gran John Houston basó su larga y desigual carrera en adaptar cuentos y novelas. Uno puede comparar las versiones cinematográficas de Los miserables, Ana Karenina, Cumbres borrascosas, Pedro Páramo, Macbeth o la Ilíada. Cuántas cintas vemos, comerciales o serias, de libros que nunca leeremos y qué bueno. O qué lástima, según.

Los audiolibros son, supongo, una forma legítima de no leer mientras manejas, cocinas o reparas una silla: un disco de fondo nos evita gastar la vista en las páginas de Paulo Coelho o cosas peores, pero también nos achica los clásicos. Por fortuna, los invidentes pueden constituirse en espléndidos lectores. Ahora, prejuicios aparte, ¿cuánta gente que “no lee” de hecho devora volúmenes y sagas que quienes decimos leer jamás acometeríamos? La industria trasnacional está poblada de tomos de quinientas o novecientas páginas que vuelan a la playa y habitan comedores y retretes, van de mano en mano, agotan ediciones, merecen secuelas y “precuelas” que para los-que-sí-leemos son basura. El folletón no ha muerto.

La tecnología ha facilitado enormemente las posibilidades de no lectura. Si uno necesita o desea un determinado libro, de un clic lo baja y ya, con todo y sumario. Nada de trasladarse a la librería o la biblioteca, o sustraerlo de casa de un conocido, ni siquiera ordenarlo en Amazon. Luego que para eso están las enciclopedias en línea y sus millones de espejos que nos permiten en segundos acceder a sinopsis, reseñas y promocionales, de manera que el no libro suplanta al libro, y más que alterar su forma (cualquier lectura es válida), diluye el contacto con su contenido.

Las consideraciones del polémico Bayard pasan por admitir que se dirige a un sector reducido para el cual leer libros, haberlo hecho, impacta en la imagen que los demás se hacen de uno y la idea que uno tiene de sí mismo: gente a la que le importan a lectura, la escritura, la traducción y la edición de este “formato” para comunicarse mediante palabras encuadernadas. Hoy los prestigios y referentes culturales presentan otras coordenadas, distintas formas de presentación, asimilación, reproducción y uso. La pantalla móvil y la infinita progresión de datos, registros, imágenes y códigos neo o postverbales llevan la no lectura a esferas que esta nota no pretende discutir.

Bayard recurre a Balzac –a quién más– para ilustrar la realidad del mundo editorial, los comentaristas y demás magma del prestigio cultural (no sólo literario). Reseña Las ilusiones perdidas resaltando que los editores no necesariamente leen lo que publican o rechazan, sino que se guían de opiniones ajenas que pueden hundir o enaltecer obras mediante recensiones por encargo cuyos autores las elaborarán sin perder el tiempo en la lectura. Casos hay que hasta premios ganan y los entregan reyes, presidentes o funcionarios que pronuncian informados discursos escritos por alguien más.

Con Montaigne, el profesor de Sorbona se pregunta si los libros que leímos y olvidamos (la mayoría, ciertamente) podemos darlos por buenos. En algún compartimento de nosotros alguna huella habrán dejado, grande o no, formativa o desesperanzadora, bella o ingeniosa. Pero no los recordamos. Bayard es también psicoanalista; infiero que da por sentados el inconsciente, la memoria profunda, el olvido selectivo, la materia de los sueños y el sentimiento de culpa por no hacer la tarea.

Están los autores que se los inventan (no menciona a Borges, pero sí a Soseki, el inquietante narrador japonés). Con desparpajo final, el ensayo de Bayard nos conduce al refranero de Oscar Wilde y la certidumbre de que leer nos distrae de escribir nuestra autobiografía: la “antinomia” entre leer y crear. En otro extremo estarían las deliciosas reseñas de libros inexistentes realizadas por Stanislaw Lem en Provocación (Editorial Funambulista, Madrid, 2005) y Vacío perfecto (Impedimenta, Madrid, 2008) que en su virtualidad prodigan intensas maneras de leer y conocer: algo demasiado complicado para Bayard, si bien habla del libro “interno” y el “virtual” como la nuez de esa idea que nos hacemos de determinado libro, la que realmente importa.

Intelectualmente plebeyo pese a todo, Bayard expone los riesgos que implica esta actividad secreta y osada, y la común hipocresía respecto a lo que verdaderamente se ha leído. Estamos en una de las pocas zonas de la vida privada “además de las finanzas y el sexo –dice– sobre las cuales es difícil obtener información confiable”.

Los creyentes que leen exclusivamente biblias, coranes o devocionarios tienen sus propias ideas al respecto; memorizan colectivamente, por ósmosis, contenidos por los cuales, llegado el caso, morirán, matarán o quemarán los libros infieles. Los censores hitlerianos y estalinistas, como el Santo Oficio, serían entonces sacrificados lectores que salvaron al vulgo de contaminarse con las obras equivocadas.

Dejando de lado esa estupidez que considera la lectura una “adicción”, cabe concluir que los no lectores más flagrantes (plagiarios, demagogos, falsificadores) los encontramos entre quienes leen, escriben y dan importancia mayúscula a dichas actividades. Una paradoja interesante.