Opinión
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Halley
E

n mi piel. Halley, primer largometraje del joven realizador mexicano Sebastián Hoffman, es un estreno insólito e inquietante. Por un lado rompe de tajo con la popularidad extrema de comedias de inspiración televisiva tipo Nosotros los nobles y con acartonadas epopeyas históricas, tipo Morelos o Cinco de mayo: la batalla, cuya motivación primera suele ser un costoso capricho presidencial. En el caso de la cinta de Hoffman, el doble punto de partida es una reflexión sobre la sociedad de consumo y la cultura del cuerpo perfecto, y también una exploración estética en torno de la incontenible degradación física que padece un ser humano y el impacto que provoca en su entorno.

Beto (Alberto Trujillo, caracterización extraordinaria), el encargado de seguridad en un gimnasio que opera las 24 horas, se siente obligado a presentar su renuncia cuando advierte los estragos ya inocultables de una extraña enfermedad degenerativa que literalmente provoca que la piel se le caiga en pedazos. La primera ironía consiste en contrastar el inexplicable deterioro físico del protagonista con el universo de culto corporal con el que debe convivir todos los días. La cámara de Matías Penachino detalla la galería de cuerpos sudorosos que afanosamente queman calorías en el gimnasio, aplicándose en rutinas de pesas y faenas de resistencia, mientras atiende en compás contemplativo al minucioso cuidado con que un Beto pálido y ojeroso, delgadísimo y con las piernas surcadas por venas ya translúcidas, aplica vendajes y curaciones en su piel llagada. A la par del penoso espectáculo de un cuerpo carcomido día a día por una suerte de lepra indetenible, el realizador explora esa prolongación del cuerpo enfermo que es una ciudad inhóspita e indiferente incapaz de reaccionar ante el dolor ajeno.

Beto es un muerto en vida que además del deterioro físico debe soportar el morbo y la eventual hostilidad de la gente en el Metro y en las calles, actitudes a las que responde resguardándose en su oscuro territorio doméstico. Ahí se libra a conductas compulsivas: limpia y abrillanta obsesivamente metales y porcelanas, se prepara platillos que luego tira a la basura, intenta una gratificación onanista con un desenlace desastroso, se derrumba en la vía pública y, dado por muerto, es conducido a la morgue donde revive, cual zombi en penitencia milenaria, para toparse sorpresivamente con un asomo de calor humano por parte de un guardia forense, único gesto de solidaridad, si se descuenta el prodigado por una solitaria compañera de trabajo.

No hay en Halley aquella conducta obsesiva que mostraba Esther (Marina de Van, actriz y directora) en la cinta francesa En mi piel (2002), cuando laboriosamente se cortaba los tejidos y procedía a ingerir trozos de su propia piel a la manera de protesta contra la cultura aséptica de una sociedad de consumo. Beto, vigilante de un gimnasio, pero también y en grado superlativo de los estragos que advierte en su cuerpo, es la encarnación extrema de un malestar social. Es, por vías de una metáfora múltiple, la exasperación de sensaciones colectivas de desesperanza y hartazgo. El realizador opone la fatalidad y las desgracias corporales de Beto a males posiblemente mayores, como la enajenación y embrutecimiento de la población general con la televisión y su cultura chatarra y una prédica religiosa que lucra con el sufrimiento ajeno presentándolo como trámite burocrático para una improbable salvación eterna.

A final de cuentas, el martirio físico del protagonista y sus estaciones de pasmo y horror ante el propio cuerpo vuelto un desecho en vida, es la expresión violenta de una enorme soledad que se acentúa en el difícil contacto con los demás. Las pocas pequeñas playas de calor humano apenas consuelan del naufragio inexorable. La influencia del cine del canadiense David Cronenberg está presente, por supuesto, con sus anomalías corporales y su entomología plagada de mutaciones atípicas, con sus cicatrices abiertas y sus coágulos sanguíneos enrareciendo todavía más atmósferas sociales de suyo ya viciadas. Pero lo que propone Sebastián Hoffman, con un vigor inusitado, es la constatación de un gran colapso espiritual en una sociedad moderna cuyas crisis periódicas amenazan con ser ahora terminales. La visión es apocalíptica, como conviene a una cinta fantástica de horror. Con todo, el vigilante Beto, de frente a la inmensidad insondable del océano ártico, y momentáneamente reconciliado con su propio cuerpo, parece al fin avizorar signos de paz y serenidad, aunque bien pudiera tratarse de una más de esas múltiples simulaciones con las que maliciosamente se enriquece este relato.

Halley se exhibe en Cinemark CNA, Cinemex Mundo E, Cinépolis Plaza Universidad y en la sala 1 de la Cineteca Nacional.

Twitter: @CarlosBonfil1