Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 2 de junio de 2013 Num: 952

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Buen viaje,
querido Chema

Hugo Gutiérrez Vega

Nuevos poetas en Tijuana

Manuel Galich o
el ejemplo moral

Mario Roberto Morales

Una década sin
Monterroso

Esther Andradi

Cervantes plagiado
entre tedescos

Ricardo Bada

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Columnas:
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Hugo Gutiérrez Vega

Viajando por Yucatán

La primera vez que visité Mérida fue en el verano de 1954. El viaje en avión era un ejercicio de paciencia y, con frecuencia, se convertía en un jaripeo que nos parecía interminable. Si mal no recuerdo, el D.C. 4 de Mexicana seguía esta ruta: México, Veracruz, Coatzacoalcos, Villahermosa, Ciudad del Carmen (recuerdo un curioso letrero pintado en un muro del pequeño aeropuerto. Así rezaba: “Laguna por Yucatán y Yucatán por la República” –el vejamen implícito era contra el imperialismo campechano–), Campeche y Mérida. Unas ocho o nueve horas de enfrentamiento con los malos humores del Golfo y con los encontrados vientos peninsulares. Por esos años militaba en la Confederación Nacional de Estudiantes. El viaje a Mérida tenía como objetivo principal apoyar a los universitarios yucatecos que vivían un conflicto con el rudo gobierno del estado.

Hice una buena y hermosa colección de excelentes amigos y amigas. Recuerdo con afecto (la mayor parte ya se han ido) a Víctor Castillo Vales, joven y talentoso filósofo neotomista, a los hermanos Menéndez, a Huayo Tello, erudito en temas yucatecos y miembro de una familia musical, y a los actores y actrices de los pequeños grupos teatrales de la ciudad que se habían refugiado en viejos cines y no tenían acceso al Peón Contreras que, en esos años, era un cinote que había desplazado a la gran tradición teatral y operística del mejor teatro del sureste del país. Todos los días, el Chino Herrera y su familia comentaban, siguiendo la técnicas de la Comedia del Arte, los acontecimientos sociales y políticos peninsulares, y algo quedaba de la figura bohemia del Poeta del Crucero (“Los toros de Palomeque, ni pa bisteque, pero los de Sinquehuel very well”, decía en una de sus crónicas taurinas tan pintorescamente rimadas. Tengo muy presente la luna enrojecida por las quemas del henequén (era “la sangrienta luna” de Quevedo para Osuna y de Borges para Quevedo), las noches en el jardín de la casa de Cuca Cámara, bebiendo horchata, admirando la belleza de las meridanas y escuchando al Cuarteto Armónico que cantaba la bella canción de Benny Moré, “Cómo fue” (“tu risa como manantial llenó mi vida de inquietud”).

La península conservaba algunas de las fábricas que le permitieron sobrevivir al aislamiento y a la prepotencia de los “huaches”. Recuerde el lector que el marino era el camino más viable para llegar al estado que, durante muchos años fue abandonado y, al mismo tiempo, explotado por la Federación. Pensemos en la terrible duración de la guerra de castas (la excelente novela Península-península, de Hernán Lara Závala, reconstruye magistralmente esa época convulsa). Ese aislamiento avivó el ingenio de los peninsulares que echaron a andar sus propios ferrocarriles y a producir cigarrillos (U-Xul, el más barato), cerveza, conservas, telas, sombreros... Para esas fechas ya empezaban a desaparecer las empresas locales víctimas de los monopolios nacionales y trasnacionales. El henequén, por otra parte, estaba iniciando su decadencia y la tierra dura cubría con grandes esfuerzos una parte de las necesidades alimentarias.

Cuca Cámara, doña Nela Cázares de Robleda y los cocineros de Los Almendros y de las fondas de la plaza grande, me iniciaron en el goce de la incomparable comida peninsular. Sería imposible reseñar todas las sorpresas que recibió mi paladar. Me limitaré a tres ilustres platos: la equilibrada en texturas y sabores sopa de lima; el bien sazonado salpicón de venado (hay ahora en México un comedero aparentemente yucateco en el que te dan no gato por liebre, pero si res por venado) y los ilustres papadzules –comida del señor–, logro mayor de una cocina capaz de extraer los aceites esenciales de la pepita de calabaza para obtener su sabor especial. Aquí me detengo, pues los lectores saben que, a mi edad, el “consuelo que me queda” es la virtud de la gula.

La comida, la noche, las bellas mujeres, la memoria de Carrillo Puerto y del Partido Socialista del sureste, escritores como Mediz Bolio y Hernán Lara Závala, la música y el misterio del mundo maya. Todo eso me entregó la Península, península.

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