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Nosotros ya no somos los mismos

Invasiones a la torre de Rectoría de la UNAM

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Imagen de la toma de la torre de Rectoría en Ciudad Universitaria, el pasado 23 de abrilFoto Cristina Rodríguez
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gradezco a quienes, después de la abrupta interrupción de este relato el lunes pasado, lo continúen leyendo ocho días después.

Nos quedamos en el momento en que diversos grupos estudiantiles invadimos la torre de Rectoría. De inmediato surgieron mediadores oficiales y oficiosos y se iniciaron las, generalmente infructuosas, reuniones de diálogo y avenencia entre las autoridades y la imprecisa coordinadora estudiantil. Nuestras pláticas eran con los maestros Henrique González Casanova, Horacio Labastida, Raúl Cardiel Reyes y con el director de la Nacional Preparatoria, Raúl Pous Ortiz. Nos invitaban café y galletas en sus casas ubicadas en colonias de honrosa medianía. Hogares típicos de la clase media ilustrada: sencillas, ordenadas, limpias, llenas de libros, retratos, diplomas. Transpiraban una honorable y cálida vida familiar.

Los diálogos se repetían. Ellos: entreguen las instalaciones y encontremos juntos el procedimiento para que dentro de la legalidad se procesen sus demandas. Nosotros: imposible. Si capitulamos con las manos vacías, ¿quién nos va a volver a confiar? La próxima protesta será más intransigente y violenta. Queremos compromisos avalados por el nuevo rector. Ellos: no estamos facultados para hacer compromisos más allá de nuestro encargo. Nosotros: pues van a tener que alargar su encargo, porque no habrá toma de posesión. Al final, al punto ya del rompimiento, surgía el elemento clave: ¿cuál de las partes, por buenas o torpes razones, sería el responsable de dar pie al embate contra nuestra casa común, que ya comenzaba a vislumbrarse? Atrás a los fielders y volver a empezar. Dos opiniones fueron definitivas. El maestro Pous Ortiz, nos dijo: Tengo diferencias con el doctor Chávez, pero él fue electo de acuerdo con la normatividad universitaria y es el legítimo rector. Si las diferencias se agravan presentaré posteriormente mi renuncia, pero nunca daré pábulo a que mis opiniones personales contribuyan mínimamente al deterioro universitario. El doctor Del Pozo nos confesó: la aspiración máxima de mi vida ha sido ocupar la Rectoría, pero jamás, como estoy seguro que el doctor Chávez tampoco lo haría, al precio de provocar perjuicio alguno a la institución a la que he entregado los últimos años de mi vida.

¡Carajo! Seguramente la edad ha menguado mucho mi vista, porque en los tiempos que corren, qué difícil se me ha hecho encontrar mexicanos de estatura semejante.

Los enemigos que sibilina, untuosamente se suman a tu causa sin condiciones ni acuerdos previos no son, siquiera, compañeros de camino, son saboteadores, quintacolumnistas. Los Tecos de la Autónoma de Guadalajara enviaron una embajada para ofrecer apoyo, el Frente Universitario Anticomunista de Puebla y los embriones de los Muros, que comenzaban a salir de sus catacumbas ¡Quien lo creyera!, en la Facultad de Economía pretendían sumársenos, alegando compartir nuestros afanes democratizadores en el gobierno de la UNAM. A éstos había que agregar a la alta jerarquía católica, que no podía ver con buenos ojos que llegara a dirigir la máxima casa de estudios alguien que evidentemente no compartía sus teorías creacionistas, que en esos tiempos y en los que corren, aún se aferran a la creencia de que el origen del mundo y de la vida son resultado de la voluntad de un ser divino. Para el doctor Chávez resultaba imposible: él era un hombre de ciencia.

Aunque la correlación de fuerzas nos era favorable, el riesgo nos llevó, por votación muy lejana a la unanimidad, a decidir el aborto del movimiento. Cuando con el maestro González Casanova recorría las oficinas levantando un acta sobre el estado en que se regresaban, con indignación y tristeza me dijo: “No puedo creer que aquí haya habido estudiantes. Mire, Carlos: se llevaron mimeógrafos, máquinas de escribir, aparatos de teléfonos y dejaron intocadas estas estupendas colecciones del Fondo de Cultura (los Breviarios), y ésta otra que editó la UNAM ( Nuestros Clásicos, dirigida por Pablo González Casanova, Augusto Monterroso y Tomás Segovia). ¿Qué clase de estudiantes eran, que no les interesó ningún libro?

Me dice un amigo: leo tus crónicas, mal o bien escritas, lo mejor es que son testimonios de primera mano. Lo que cuentas, lo viviste. Pero hasta donde vas, aún no logro entender si eres el único que apoya a los muchachos, aplaudes la actitud que han asumido las autoridades o estás conforme en que otros estudiantes o las fuerzas del orden los expulsen.

Pensé que no estaba yo en situación de perder un solo lector, por lo cual de inmediato contesté: el lunes, sin tapujos ni cortapisas, procuraré disipar tus dudas. Ahora lo intento: Pienso que los muchachos tienen el derecho de opinar sobre los planes de estudio y los métodos de transmisión de conocimientos. A involucrarse en todo cuanto a sus escuelas se refiera y a expresar libremente desacuerdos y propuestas sobre la institución de la que constituyen esencia y razón de ser. A participar activamente en todo lo que afecte a su familia, su barrio, su ciudad y su país. A investigar, cuestionar, inconformarse y protestar. A rechazar el calificativo de jóvenes, cuando éste sea una maniobra de descalificación anticipada para sus razones, a oponerse firmemente a que les cancelen su vida en el presente, con la demagógica y estúpida expresión: los jóvenes son el México del futuro. ¿Entonces, qué son ahora? Asumamos que, sin abdicar nosotros, ni excluirlos a ellos, todos somos el presente y el futuro de México.

Defiendo su derecho a la alegría, al desencanto, a la aventura, al empecinamiento y a sus cambiantes certidumbres. A su desconfianza ante las instituciones porque institucional no significa ni intocable ni menos vigente. Si la forma misma de gobierno no les satisface tienen en todo tiempo el inalienable derecho de alterarla o modificarla, siempre y cuando sean capaces de activar la voluntad del pueblo para llevar a cabo cualquier transformación en su beneficio. Recordemos que en el pueblo reside la soberanía nacional y de él dimana todo poder público. Al menos así lo estipula el artículo 39 constitucional. Ya ven ustedes cómo eran de sediciosos los constituyentes del 17

PERO (así, con mayúscula, por que de ese tamaño es el PERO), aunque se trate de un lugar común, de una frase hecha, una verdad indiscutible es que los derechos conllevan obligaciones y, más aún, cuando rebasamos con creces este concepto y nos ubicamos en el ámbito del privilegio. Seguramente los jóvenes, que según su dicho, son alumnos del CCH, saben que forman parte de un país de 112 millones de personas (dato de 2010), de los cuales 78 por ciento constituye el mundo urbano y el resto, 22 por ciento, vive en comunidades menores a 2 mil 500 habitantes, es decir, el México rural. Así está conformado nuestro país, productor de millonarios a granel: autóctonos, gachupines, ingleses, gringos y, gracias ahora a la globalización, también coreanos. Pues en ambos mundos, las cifras de la pobreza son en verdad indignantes, aun si tomamos los datos proporcionados por los organismos oficiales, que ahora nos la presentan en diversas categorías, como el malabarista que tienen un sólo bolo en las manos pero en el aire tres o cuatro más. Resulta que ya hasta en la miseria hay clases: alimentaria, patrimonial, capacidades, ingresos, educativa, servicios, y un etcétera hasta el infinito tecnocrático. Pero la verdad es una: la suma de todos esos criterios nos expresa claramente: la jodencia en México es creciente, incisiva y no ha tocado fondo.

Por eso cuando Mario Luis Fuentes nos proporciona los siguientes datos: sólo seis de cada 10 jóvenes entre 15 y 17 años logran ingresar a la educación media superior, y el rector informa que cuatro de cada 10 mexicanos mayores de 15 años padecen de un rezago educativo, y que en el momento actual existen 6 millones de analfabetos, no puedo sino confirmar mi percepción inicial: ser estudiante del CCH, es un privilegio. Este alegato continuará, pero no quiero dejar lugar a malos entendidos: de la horrible situación descrita, sólo enfermo mental, o comentarista de ciertos programas de televisión, podría culpar los muchachos ocupantes de la rectoría. Ellos son prófugos del infierno descrito, no culpables. Ya hablaremos de sus, desde mi punto de vista, garrafales errores y de las formas que propongo para la continuación del diálogo inconcluso.

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