Opinión
Ver día anteriorLunes 3 de junio de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Puros Pérez
E

l camino era tan blanco que dolía en los ojos. El paisaje también, de un gris brumoso y brillante, en la cresta del tiempo de quemas. Y el sol, acuciante como cuaresma. Puros Pérez decía en floridas letras barrocas la defensa de un carguero que alcancé en la parte alta de la sierra, de caja roja y molduras de aluminio enmarcadas en un delirio de foquitos danzando sin aparente orden. A 25 por hora en el sinuoso y estrecho camino, me tenía en la agüevante situación de aguantar vara, a ver a qué horas lo lograba rebasar. Amurallados entre las redilas distinguí varios rostros morenos a pleno sol, dejando al viento salpicarles el pelo y afilarles el rostro, mirando de pronto todos en mi dirección.

En un primer momento identifiqué sólo hombres, medio jóvenes. A poco me percaté de dos niños como de 10, verdaderamente divertidos y comentando. Dos ancianos que asomaban apenas, y bien mirando, en el extremo al frente, una mujer rampante. Agarrados de un lazo o del travesaño, formaban una hermosa galería de figuras humanas. De ser fotógrafo y no chofer les habría tomado su retrato.

El encargo que traía era importante y urgente, había prometido no distraerme en los pliegues del camino. Pero me distraje. Al doblar en una curva entre lomas apareció de pronto el océano distante como una mancha azul-negra de pedernal inmenso. El carguero y su pasaje habían terminado por hipnotizarme y los seguía, ya sin intención de rebasarlos, a la velocidad que llevaran. El descenso por las laderas de las peñas fue lento pero panorámico. El mar intermitente era espléndido y atardecía con una luz amable.

Descendimos la sierra el carguero, su pasaje y un servidor, con un ojo al gato y otro al garabato. El conductor me observaba por el retrovisor, los pasajeros no me quitaban la vista de encima, ni yo a ellos, ni dejábamos de admirar la latitud pacífica que nos inundaba las retinas. La brisa refrescaba el bochorno.

Al concluir el descenso el camión se arrimó, en el fin de los peñascos y el principio de la playa. Era mi oportunidad para dejarlo atrás y acelerar hacia mi destino decidido, de subrayada importancia, y yo al cliente lo que ordene. Pero estaba enganchado y me arrimé enseguidita. Cuando el camión frenó, frené, y cuando bajaron ellos me bajé. La tarde era una gema que adquiría colores fuertes y de momento no supe qué quería, y descubrí que nada. O nada más.

Aquellos desconocidos traían afán de fiesta y me agarraron en lo suyo. Me succionó su cuerda bullanguera. Lo urgidos que vendrían de desahogo que en el primer palmo de playa, nomás llegando a los bajos de la sierra, se orillaron a la orilla del océano muertos de ganas de bailar. Traían la música por dentro, y también por fuera. Sacaron dos, tres, muchas guitarras, las maracas ya chasqueaban, pero las envolvía el romper de las olas, y me sentí en una película mexicana de los cincuentas, solo que a colores y full screen. Admito que buscaba a la mujer por el rabillo del ojo, y no la localizaba. Ya me flanqueaban dos tipos morenos con sombrero de paja, sendas guitarras y sonrisa de coco macheteado su dentadura blanca.

La marea cambiaba el tono de su serenata, a merced del inquietante imán de la luna que sin asomar ya jalaba la rienda de las aguas y las encabritaba. Prometía llena, la luna, pero la tarde se extendía resistiéndose a morir, con una dorada intensidad en alto contraste prendida de las sombras.

La mujer al fin reapareció entre los celebrantes, o mejor dicho, brotó de la atmósfera en esa esquina donde el aire, el mar y la tierra se tocan. Cual Lilia Prado en deschongue, desplegadas las piernas, ondeaba su falda floreada como capote de torero, y llámalo curiosidad, llámalo debilidad, la cosa es que dócilmente me dejé llevar.

El bailable era folclórico. No digo que lo hubieran puesto con coreografía y eso, pero tenía la autenticidad de lo típico regional, el colorido de nuestras mejores tradiciones tropicales, la alegría innata de las clases plebeyas que residen en escenarios naturales que cortan el aliento del visitante. Que parecen pedir a gritos que les traigan los turistas a invadirlo, que así es como funciona hoy el mundo. Pérez de distintas generaciones visitaban la playa desde la sierra una vez de tantas, con el sano objetivo de darle vuelo a la hilacha. En la vida real quién sabe qué eran, quizá músicos profesionales, aunque no lo parecían.

La mujer no tocaba nada, sólo bailaba. Y no lo van a creer, pero eso comenzó a parecerme más bien un episodio de Chanoc, con su dosis de Rarotonga, en colores firmes, ya enteramente conjurada la amenaza de migraña delatada por la luz hiriente y gris de la montaña. Yo no bailo, pero los Pérez palmeaban, imperturbables en su entusiasmo y no me quedó de otra, llevado por la mujer que no sabía si se burlaba de mí o no y decidí que no importaba. La noche se hizo, también de repente. Algunos Pérez encendieron antorchas de estopa. La oscuridad no los tomó por sorpresa.