Opinión
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José María Pérez Gay
E

n 1969 Gabriel García Márquez llegó a Berlín con un libro bajo el brazo y el compromiso de dar una de las poquísimas entrevistas que ha concedido. Los productores de la radio y la televisión pública alemanas no querían un traductor convencional. Querían un buen lector de literatura para sacarle provecho a la conversación con el novelista que había cimbrado al mundo de las letras con un libro donde la ficción alcanzaba momentos realmente fantásticos.

El día de la entrevista García Márquez encontró en el estudio a un joven de 26 años tan nervioso que con su acostumbrada bonhomía le dijo, vamos, no te preocupes, con calma, es sólo una conversación. Cuarenta y cinco minutos duró la entrevista con traducción simultánea. Y fue tan fluida a pesar del nerviosismo inicial del joven traductor que al término de la misma García Márquez lo tomó del hombro y le soltó una frase que recordó toda su vida: vamos a tomar algo: Usted se lo merece y yo me lo merezco.

Ese día José María Pérez Gay conoció en un bar de Berlín a quien con el tiempo se convertiría en uno de sus amigos de toda la vida. Tenía además un ejemplar de la primera edición de Cien años de soledad (la de la portada del barco publicada por Sudamericana) y los 140 marcos que le habían pagado por la traducción.

Lo que sigue ocurrió en 1988 en el restaurante Lincoln de la calle de Revillagigedo:

En uno de los apartados del restorán forrados con piel Chema Perez Gay ha dejado mudo a Fernando Benítez. Y no cualquiera lo logra. El hermanito Fernando tiene en la mano un Benson&Hedges cuya ceniza crece a medida que la intensidad del relato de Pérez Gary aumenta. Chema se emociona con su relato y nos emociona a todos. Habla de El hechizo de Hermann Broch, novela donde el médico rural de un pueblo en las montañas austriacas, recuerda los acontecimientos cuando un forastero de nombre Marius Ratti llega para hacerse del poder en la comunidad.

Por lo que refiere Chema, el tal Ratti es brutal e impredecible como un rostro de Kokoschka. Es, según entiendo, una especie de profeta demagogo que centra su misticismo en el carácter sagrado de la tierra. Con eso hechiza al pueblo. A tal grado que la gente del pueblo llega a creer las leyendas más absurdas, a reinventar su historia y algunos llegan a cambiar su nombre y biografía. La voz que los cautiva no es de este mundo, o no lo parece. Ya hechizada la comunidad los vivales quieren sacar provecho de ello: terratenientes, políticos, fanáticos hasta que en una Semana Santa se desata la violencia más sádica en una especie de delirio colectivo.

Chema no repara en detalles. Nos dice que para escribir ese libro Broch se documentó en la historia de las religiones, sobre todo en los trabajos del teólogo protestante Rodolf Bultman, autor de un libro excepcional: El cristianismo primitivo.

Luego nos dice que George Steiner considera que esa es una de las mejores novelas el siglo XX: quizá más penetrante y eficaz que el Doctor Faustus de Thomas Mann.

–¿Ves algo equivalente en la literatura mexicana Chema? –pregunta Benítez.

–Los días terrenales de José Revueltas.

Después de cerrar la edición del suplemento de La Jornada, cuando sus oficinas estaban en el antiguo edificio de la Fundidora de Monterrey en la calle de Balderas, Chema Pérez Gay quiso acompañarme a visitar a Juan García Ponce, otro obseso de la cultura centroeuropea.

Me gustaba la casa de Juan con sus muros divididos. En la parte baja de las paredes sólo había libreros y en la de arriba, cuadros. Me atraían particularmente tres objetos desde la primera vez que los vi: la figura de paja encima de la chimenea, el libro de pastas anaranjadas de Robert Musil, El hombre sin atributos y un cuadro estupendo de Roger von Gunten en el que aparecía un gato.

Chema tomó un whiskey y Juan y yo, un Martini. Hablaron de Heimito von Doderer, Robert Musil, Karl Kraus, Wittgestein, Joseph Roth, de la Cartuja de Parma, de Madame Bovary –la historia de una mujer tonta–, de Friedl Reichler, de Otto Weiniger, de la correspondencia de Kafka y la de Joseph Roth como si hablaran de amigos. No sé qué cosa le dijo Chema en alemán a manera de despedida. La mirada de Juan resplandeció y nos dijo adiós con una sonrisa.

La última vez que lo vi fue en su casa de Coyoacán, allí donde Elena Poniatowska, Carlos Monsiváis, Rolando Cordera, Héctor Vasconcelos y otros políticos e intelectuales de izquierda se reunían cada semana para pensar un nuevo país. Lilia Rossbach me recibió con una sonrisa y me acompañó hasta donde estaba Chema: en su estudio de ventanales grandes y lleno de libros. Me preguntó a manera de saludo qué estaba leyendo. Después de mencionarle algunos títulos me dijo que para él leer era tan importante como escribir y releer quizá sea lo más importante. Él releía en ese momento La guerra y la paz de Tolstoi: es una gran película que te traga, es una novela que no terminas.