Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 9 de junio de 2013 Num: 953

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Para volver al
pensamiento francés
del siglo XXI

José María Espinasa

Una ciudad para
José Luis Sierra

Marco Antonio Campos

La ciudad de José Luis
Stefaan van den Bremt

Falange y sinarquismo
en Baja California

Hugo Gutiérrez Vega

La raíz nazi del PAN
Rafael Barajas, el Fisgón

Memoria de la ignominia
Augusto Isla

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Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
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Francisco Torres Córdova
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Una especie de Alaska:
el concierto actoral de Lucero Trejo

Una especie de Alaska vive sus últimos momentos en El Círculo Teatral (Av. Veracruz 107, Condesa), que debió tener la casa llena en cada función, y que en el boca a boca del público vio cumplida la función de recomendar el trabajo intenso y luminoso que, bajo la dirección de José Caballero, realizaron Sergio Cataño, Verónica Merchant y Lucero Trejo.

Se trata de una historia que se ha contado en cine (Despertares, 1990, basada en el libro homónimo de Oliver Saks) y que pone en juego los alcances de la comprensión científica frente a una enfermedad que, si bien es anómala, lo que nos enseña de nosotros mismos es la extranjería que nos profesamos; la extrañeza que produce esa insularidad de la patología, aunada a nuestra capacidad de negar nuestro entorno y de encerrarnos en una especie de sarcófago.

En Una especie de Alaska no hay un ámbito hospitalario (la escenografía imaginativa de Patricia Gutiérrez Arriaga es de una exquisita extrañeza ficcional). Caballero dosificó la información en el programa de mano que pone en contexto la obra: un brote de encefalitis letárgica, entre 1917 y 1928, que mató a “millones” y dejó en estado catatónico a incontables más. “Oliver Sacks les administró la famosa L-Dopa, sustancia utilizada en ciertos trastornos del mal de Parkinson y muchos de ellos tuvieron despertares milagrosos, pero, por desgracia, no fueron duraderos y volvieron a recaer para nunca regresar.”

A mediados de los años ochenta, José Caballero hablaba con gran entusiasmo de ese proyecto, pero parece que el pago de los derechos de autor estuvo fuera de su alcance. En aquellos años, Pinter era un autor muy caro y cotizado en los escenarios londinenses, y sus derechos eran difíciles de pagar para la inteligencia escénica latinoamericana. No sólo en México, también en Argentina algunos se quedaron con las ganas de montar a ese vanguardista londinense que empresarios teatrales de gran alcance estrenaban en Picadilly Circus, lo mismo que jóvenes directores en garajes.

Pinter es un dramaturgo cuyas obras sólo pueden solventar verdaderos actores, es decir, profesionales que cuentan en sus países con escuelas y directores teatrales capaces de hacerles entender que sus personajes están escritos, dictados, construidos desde una exterioridad modelada por la ficción, y que se transforman una vez que entran en contacto con el poder de su rigor y creatividad interior.

Ese modelado fino, riguroso y de gran belleza plástica lo ofrece con una intensidad excepcional Lucero Trejo, cuya espera en los años ochenta fructifica hoy con la edad adecuada para trazar sobre su cuerpo experto los dolores de la inmovilidad, el despertar de cada músculo que se duele de la vida que lo habita de nuevo, con esa exigencia a la que somete ese mundo fronterizo de una danza minimalista del gesto y sus penosas distancias con un discurso que se articula del gemido al sollozo.

Eso pasa con el complejo bordado de Lucero Trejo, que es acrobacia envuelta en una blancura de la que poco a poco nace el personaje; una especie de amanecer con el cuerpo en vilo, desobediente, modelado por el tiempo, que todo lo atrofia, que todo lo envejece y oxida. Permanecer en el filo de la cama, en sus peligrosas orillas que están ahí para advertirnos en qué consiste el vacío, una especie de acantilado emocional y precipitarse desde una altura inofensiva pero siempre de aterrador sobresalto.

Trejo/Caballero exponen lo que pasa con una persona que despierta de una narcolepsia treinta años después de haber caído en ella. Este letargo es una metáfora conmovedora sobre el producto de las prohibiciones, los olvidos, las renuncias. Cómo ese cuerpo –que nos muestra Lucero Trejo–, con gran prisa por librarse de la calcificación que acosa la anatomía inmóvil, muestra la distancia que lo separa del territorio de la palabra.

Verónica Merchant, hermana cuidadora, hermana contenida y testigo, y Sergio Cataño (que se alterna con José Caballero) en el papel de un médico silente que toma nota de un convulso despertar, completan el cuadro con una teatralidad en contrapunto al despertar de Deborah, con silencios de enorme elocuencia, pero también con la tarea de mostrarle al espectador en qué consistió esa sepultura corporal, cómo se desarrollaron en ella la adolescencia, la madurez, y cómo se pudrió en su corazón la semilla de un amor que se quedó estacionado en una adolescencia feliz, llena de recuerdos inmediatos que, para ella, se alejaron infinitamente en un auténtico cerrar y abrir de ojos.